Siempre me inspiraron desconfianza las maletas. Aun pareciendo hechas para poner rumbo a las cuatro puntas del viento y dar la vuelta, intuía su intención de no regresar nunca. Y aunque alguien acotase el viaje pegando un papelito con tu nombre unido a un origen y un destino, se percibía que ese destino, rebasados los chopos de la entrada del pueblo, era demasiado lejano para una posible vuelta. Algún misterio escondían sus fondos que provocaba el mismo frío y azogue que el desván, la bodega y el hueco de la escalera y hacía llorar a las madres cuando metían nuestra ropa, palpando cada prenda como palpaban el embozo de la sábana al acostarnos. Después la cerraban como se cierra la alcoba dejando al niño dormido dentro. Así eran las maletas de la infancia. Hondas como pozos, para ojos niños. Yéndose demasiado lejos, por muy cerca que fueran, y demasiado pronto para viajeros con mocos, pecas y trenzas que, aunque regresaran al pueblo, ya nunca volvieron.
La foto que acompañará esta columna en su formato de papel muestra a un hombre cautivo en una jaula, sobre una torre de maletas apiladas en un suelo empedrado. Una hilera de farolas conduce a un fondo tenebroso del que cuelgan nubarrones y el hombre enjaulado mira hacia un horizonte lateral que parece no existir. Es una estampa triste y fácil de entender para los nacidos en la periferia de un país que se propuso concentrar la vida en el asfalto, donde las empresas, servicios, instituciones y oportunidades laborales están tan centralizadas y mal distribuidas que, para miles de ciudadanos, al futuro sólo se llega maleta en mano, emigrantes en su propia tierra. Llamamos periferia a cualquier zona con tierra, río y monte, eso tan desdeñado por nuestros desgobernantes, que dejaron como única opción posible, la flecha de salida. Si esa imagen tuviese banda sonora oiríamos a Sánchez prometiendo la dispersión geográfica de instituciones para corregir las ventajas económicas que su concentración supone para la capital que las acoge. Y a coro, oiríamos a la insaciable Presidenta de presidentes, hace días, ofreciendo condiciones irresistibles a profesionales y a familias numerosas que quieran establecerse en la Comunidad Autónoma más castiza. Qué antiguo ese permanente reclamo de gente hacia su urbe, cual colonos en busca de pepitas de oro a orillas del Manzanares. Qué hastío ver cómo utiliza la superioridad económica para intentar acapararlo todo y captar votos que acabarán compartiendo una habitación por ochocientos euros. Qué cansino ver la misma historia en distinto siglo y qué triste sentir el mismo frío y azogue del desván, la bodega y el hueco de la escalera, pero con otras maletas.
Resulta agotador vivir esperando el meteorito y la España que se hunde y se rompe. Algo que ya existió, aunque sólo se enterasen los que lo sufrieron. Ya existe una España hundida bajo embalses y pantanos leoneses y una España rota en las cuencas mineras leonesas. Y a la fractura y el hundimiento les siguió la fuga de maletas empapadas de lágrimas maternas, el frío en las camas vacías y la desbandada de niños emigrando sin ser otoño, volando tras la escuela que les quitaron, aunque ellos con un maestro, un pizarrón y un libro se apañaban. Maletas llenas de oscuridad de túneles y silencio de minas muertas o rezumando agua de pueblos ahogados. Desahuciados de agua buscando otros barros para hacer otros nidos en otras tierras. «Así fue como los nuestros perdieron la batalla que libraron desarmados, envolvieron las penas en mantas, echaron el cerrojo, cedieron sus campos a las zarzas, se arrancaron las raíces como pudieron y emigraron en su propia tierra, con las manos vacías, buscando para sus hijos la escuela y el médico que les quitaron». Aunque hoy tendría que añadir a lo escrito hace años, la fuga los bancos, consultorios médicos, autobuses y trenes varados.
Ya que toca sobrevivir a otra campaña, nos obligan a recordar la dramática involución de una provincia tan rica como expoliada, donde las únicas maletas no vistas son las que desvían las ganancias generadas por nuestros recursos naturales. El lugar donde una `Y´ ha llevado a algunos a actuar como amos y gestores de lo ajeno durante cuarenta años, sin acordarse de revertir la riqueza en la tierra que la produce: León, la provincia que, tras abastecer a un país de energías propias, ser despensa y pagar religiosamente sus impuestos, recibe a cambio merma de servicios, cero inversiones en industria o puestos de trabajo, mil propuestas sobrevolándonos que acaban anidando en otros sitios y jóvenes que para llegar al trabajo, siguen necesitando maleta. Será esto lo que la Presidenta llama justicia social, “ese invento de la izquierda” según el cual, cada uno debe recibir en proporción a lo que aporta a la sociedad. Después de su impagable solución a algo tan serio como el cambio climático, con los geranios en los balcones y las pinturas afiladas, quedamos a la espera de recibir su orden para pintar nubecitas, que habrá que regarlos…
Afilando pinturas
21/05/2023
Actualizado a
21/05/2023
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