Chaparrea sin contemplaciones desde primera hora de la mañana. A cada paso tropiezo con los siguientes ciudadanos: el que lleva apoyado el paraguas en el hombro y se siente cómodo, la que colecciona ojos de transeúntes, el que habla con el móvil quejándose de lo mal que se camina y sujeta el paraguas con la oreja libre impidiendo el paso, el 0,1 % de personas que usa abrigo con capucha y se la pone (y no ve bien), el 0,1 % de personas que usa abrigo sin capucha y se sube el cuello del abrigo para cubrirse la cabeza (y no ve bien), el que corre los cien metros lluvia ‘outdoor’, el que se ha plantado en medio de la acera para charlar con un amigo, los que caminan juntos muy despacio bloqueando el paso, los que no caminan juntos pero bloquean el paso, la angustiada madre de dos criaturas una de las cuales va en carrito y no puede pasar pese a llegar tarde al colegio…
Uno de los dos carriles de la calzada está cortado por obras a la salida de un semáforo. La vía libre es ansiosamente ocupada por los muchos conductores que pugnan desde ambos carriles antes del corte. Hay pitidos y alguna blasfemia supera las ventanillas cerradas para alegrar la jornada en horario escolar. Una furgoneta de reparto efectúa una maniobra que he visto en Misión: Imposible IV para colocarse atravesada. El del patinete y el de la bici se las ven felices pero el operario que corta el carril es implacable y su mirada acojona. Se detienen.
Me encuentro con uno que dice bendita lluvia y con otro que le contesta vaya asco de día; tiene que llover así muchos días, afirma el primero, que lo haga de noche, replica el segundo; a tu gusto, insiste uno, al de tu puta madre, remacha el otro. Se enzarzan en un duelo de paraguas desigual, pues uno de ellos es plegable. La neutralidad es mi lema en los días lluviosos. Huyo.
He pisado una baldosa rota y un pequeño geiser ha empapado los pantalones de mi vecino. Mi neutralidad está en entredicho. Mierda de ayuntamiento, exclama. Respiro aliviado. De inmediato, el pisotón de alguien en una baldosa cercana me deja los bajos del pantalón hechos una piltrafa. La neutralidad pesa como la ropa empapada.
Nos aventuramos a cruzar el paso y alguien comenta que solo faltaría que se estropearan los semáforos. No sucede. Cruzamos la calle pero una ambulancia a todo lo que da nos hace retroceder ensordecidos. Volvemos a intentarlo, pero el operario ataviado como un astronauta grunge exige ceder el paso a una retroexcavadora que aparece de pronto a toda velocidad gobernada por otro protagonista de Armageddon, la película. El semáforo cambia a rojo. Un coche salpica y nos empapa a todos. La adversidad es una fuerza igualadora.
Decido tomar un café a ver si escampa y según cierro el paraguas me rocía un canalón que decide desbordarse en ese instante. Uso el paragüero pero no consigo perderlo de vista desde que, hace unos años, me robaron un paraguas. Muchos clientes no lo usan, supongo que por parecido motivo. El suelo está encharcado y es fácil resbalar. Lo hago. Olvido el paraguas. Vuelvo. Salgo a la calle. Arrecia.