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Agustín Fernández Mallo, corazón atómico

20/05/2024
 Actualizado a 20/05/2024
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Hace ya cerca de veinte años que la literatura singular, singularísima, de Agustín Fernández Mallo se cruzó en mi camino. Fue en los años de la Nocilla, del Proyecto Nocilla, ya saben, con el que Fernández Mallo se dio a conocer, o prácticamente, de una manera fulgurante y a la vez rotunda. Aquel descubrimiento literario me impactó, y así lo escribí, porque, en el panorama no excesivamente arriesgado de nuestra narrativa, lo de Mallo se me apareció de pronto como una revolución, como una reinvención narrativa muy particular, como una especie de vanguardia proteica, vertiginosa, que buscaba el lado inesperado de la realidad, las conexiones nunca imaginadas, o no tan evidentes, y que irrumpía con fuerza y sorpresa. 

No sabía entonces que esta atracción literaria, ejercida por el campo gravitatorio del autor coruñés, por su poderoso corazón atómico, iba a incrementarse con el paso del tiempo. Pero Fernández Mallo se reveló de inmediato como un escritor muy prolífico, atento a todas las artes y a todos los lados de la realidad, informado por lo novísimo, influido por las grandes corrientes que provocaron terremotos en la creación artística, y entonces mi interés, que ya era mucho, creció exponencialmente. Mallo representaba para entonces un intento contundente de hacer saltar por los aires las convenciones narrativas, ese cierto estancamiento costumbrista, y también, por qué no decirlo, la lucha contra el peso infinito de las etiquetas comerciales y las modas literarias. Un tipo arriesgado, en una palabra. 

Fue así como Fernández Mallo se convirtió para mí, y para otros muchos, en uno de los escritores más provocadores e interesantes del panorama literario, con renombre también más allá de nuestras fronteras: asiduo conferenciante en América, por ejemplo, autor traducido a varias lenguas, y en este plan. Cuando nos conocimos, como mi identificación con su apuesta estilística era grande, congeniamos bien, y luego lo he acompañado en presentaciones, lo he entrevistado en no pocas ocasiones y he tenido el honor de comentar algunos de sus libros. Así también ha ocurrido con el último de ellos, ‘Madre de corazón atómico’, publicado por Seix Barral, sobre el que estuvimos hablando largamente hace tan sólo un par de días. 

Quiero decir, para el lector que no ubique bien su trayectoria (si es que queda alguien así), que Fernández Mallo se considera primeramente poeta, y es la voz poética, o mejor, postpoética, la que construye el árbol frondoso y enigmático de su literatura. Su poesía, por supuesto, merece también mucha atención. Y no digamos sus ensayos, edificaciones singulares sobre la realidad muy inmediata, sobre la basura, por ejemplo, como constructora del futuro que será, o sobre las distintas maneras de mirar la multitud. Mallo es, en efecto, proteico, y cambia de forma como cambiaba Proteo, no para evitar revelar el futuro, sino más bien para hacerlo, para darnos una lectura de cómo todo se mueve y readapta, de cómo las capas de la memoria se acumulan en los objetos de la realidad, y es necesaria una actividad arqueológica, para ir sacando a la luz fósiles y cosas enterradas. 
La literatura de Fernández Mallo viaja por el cosmos, por la elegancia cósmica, pero penetra también a través de los elementos mínimos que construyen la realidad, nos arrastra a lo subatómico, al ‘amour fou’ de los hadrones, quizás porque Mallo es físico nuclear de formación. Me dice que no escribe sobre asuntos fantásticos porque no hay nada que genere más fantasía que la propia realidad. La cuestión es mirar la realidad de otro modo, emplear métodos de detección de los estratos que forman la memoria y el tapiz del tiempo, adivinar en qué lugar se produjeron los terremotos y los incendios de nuestra vida, que quedan marcados en el lenguaje, en los miedos, en esos estratos violentos de la memoria. Y así, Fernández Mallo, utiliza otras artes, encuentra que las fotografías actúan como fósiles que nos traen el instante congelado de un acto vital, un segundo atrapado en ámbar, pero que así es cómo podemos reconstruirnos. 

‘Madre de corazón atómico’ es, sobre todo, la biografía de su padre, un hombre amante de la ciencia y del progreso. También de su madre, pero, sobre todo, de aquel veterinario, y esto es lo que os quería decir, que nació en León, en el Valle Gordo. La historia está contada en ‘flashback’, o así, fundamentalmente desde la habitación de la Clínica Modelo de A Coruña, donde el padre de Fernández Mallo, ya perdidos todos los recuerdos, va a morir en 2012. 

El escritor, mientras compartimos la cena con otros colegas, como el neurocientífico Germán Sierra, o la escritora y librera Mercedes Corbillón, al tiempo que reconoce la arquitectura del local de sus años mozos en la ciudad, me mira y me dice: «la muerte no existe». «Nos van las cosas que se repiten, como los semáforos, pero la muerte no, porque no se repite nunca. Todas las muertes son distintas. Y cuando mi padre muere, de inmediato, empiezo a experimentar cómo él se reconstruye en mí, como crece su vida en mí, y se mantiene, a través de lo que sé de él, por eso escribo esta novela. Y porque los muertos se quedan, es el mundo el que se va de ellos», explica Agustín Fernández Mallo, con absoluta convicción. 

El padre de Agustín Fernández Mallo, el veterinario nacido en Valle Gordo, que en el año 36 tuvo que huir con su familia a través de los montes (se cuenta en el libro), o más tarde, aún casi un niño, llevar un salvoconducto a dos hombres escondidos en Asturias (porque él, después de todo, vestido con su mejor ropa, no despertaría muchas sospechas), se encontraba en 1967 de viaje en el medio oeste de Estados Unidos, con el propósito de traer veinte vacas en avión a Compostela. En el momento en el que Agustín, su hijo, nuestro escritor, estaba a punto de nacer. 

Fernández Mallo encontró en este hecho singular, casi una epopeya, un símbolo de la vida que continúa, que se prolonga en otro. Él quiso hacer en Estados Unidos exactamente el mismo periplo de su padre, reconstruir la memoria que su progenitor perdía ya inexorablemente, viajar también a Gander, en Terranova. Su padre había escrito un diario durante aquel viaje de los años sesenta, y su descubrimiento ofrecía ahora a su hijo materiales para volver a tejer las memorias perdidas. Incluidas las curiosas fotografías que su padre había tomado, algunas se reproducen en la novela. 

No hay sitio para decir más, pero esta historia está llena de conexiones maravillosas, de materiales arrancados de los estratos arqueológicos de una vida, de iluminaciones que tejen el tapiz del tiempo. Y León tiene un papel relevante en esta novela genial sobre la memoria y la identidad.

 

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