Luis Mateo Díez ha recogido este martes el Premio Cervantes 2023 en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, ante los Reyes, autoridades políticas y académicas, arropado por compañeros de letras, amigos y familia. Así sería la noticia, a palo seco.
Eran las doce en punto de la mañana. Lo sé porque las campanas de la iglesia del pueblo, con una complicidad inesperada y como formando parte del acto literario, repicaron doce veces justo en el momento en que el ministro de Cultura mencionaba a un leonés llamado Luis Mateo Díez que estaba allí sentado reprimiendo emociones. Después, en una estampa que no podría ser más metafórica, vimos su lenta subida hasta el púlpito de los grandes, con la calma y la seguridad de los que ya saben embridar los nervios y atarlos corto. Y allí mismo, en la cima, encendió una lumbre como se encienden las lumbres de los filandones. Primero juntó palabras menudas a modo de astillas, para avivar el fuego y caldear el ambiente y después… después la palabra se fue haciendo grande e hipnótica como las llamaradas. Para cuando quisimos darnos cuenta, el Académico no estaba. Quería decirnos de dónde venían él y sus letras y había ido a buscarse a sí mismo, retrocediendo hasta el fondo de su infancia, en una cuenca minera. Allí, en tierra de carbón encontró al niño que andaba buscando. Un rapaz de posguerra adicto a las bolitas de anís y las películas de Tarzán y llegaba a clase con madreñas, que dejaban fuera cuando «en el invierno del valle, la nevada nos robaba el recreo en el patio». Bendita aquella nieve ladrona de recreos porque entonces el maestro, para suplir los juegos, leía en voz alta el Quijote y el ‘niño escritor’, como Luis Mateo se ha referido hablando de sí mismo, empezó a tejer historias inspiradas en aquel loco que le enamoró por ser de todo menos héroe. Y después de la escuela, nos llevó al desván con sus amigos y hermanos. Al rincón de los libros prohibidos, guardados en cajones, en los que ponía el tampón de ‘requisado’. Una preciosa historia, un secreto infantil que el ganador del Cervantes nos ha desvelado a todos. Es fácil imaginar a una cuadrilla de niños desempolvando y leyendo libros secretos, vestigios de las escuelas republicanas, disfrutándolos como se disfrutan las cosas prohibidas.
A medio discurso y, al no verlo cansado, te das cuenta de que el escritor no fue a ninguna parte a buscarse. Lo hizo mucho más cómodo y era tan dueño de todo que, como un director de orquesta, dirigía sus propias palabras balanceando suavemente la mano derecha a medida que hablaba. Así fue como Luis Mateo nos hipnotizó a todos mientras convertía el Paraninfo de la Universidad en un paisaje leonés. Llevó páramo y montaña. Llevó nieve y ríos. Llevó una infancia, un patio y dos madreñas. Saboreó bolitas de anís y subió al desván de los libros prohibidos. Esas fueron las palabras menudas, las de avivar el fuego, las que nos pegaron a la silla, tan orgullosos como emocionados, para oír el resto del discurso de aquel niño que se empapaba de historias populares, leyendas y romances. Se bebía nuestra cultura oral, oída en tardes y noches frías de filandón cocina y lumbre. Y después lo convertía todo en tinta sin ser consciente de que ya era escritor. Escritor de manos pequeñas. Escritor niño.
Todo esto estuvo presente en el Paraninfo el otro día. Y cuando el niño fue creciendo y el patio del colegio se perdía a lo lejos, Celama asomó en las sombras de la estancia, los personajes pasearon entre las butacas sin ser vistos y hasta Los grajos de Sochantre sobrevolaron la sala en algún momento. También hubo un recuerdo para las ausencias y un abrazo literario para sus compañeros, ese racimo de escritores leoneses que están llevando esta provincia con sus ríos y sus montes por el mundo entero.
Hace días, en una de sus múltiples entrevistas, dijo estar inquieto ante la ceremonia de la entrega del Premio Cervantes y que esperaba estar a la altura. Entrevistas en las que regresa una y otra vez a la infancia y al mismo tiempo habla del presente, de una actualidad excesiva y de esa madurez que pesa «La ley de la gravedad está en proporción a la edad y tira de ti hacia abajo». El martes pasado todos fuimos testigos de cómo la ley de la gravedad tiraba de Luis Mateo Díez hacia arriba, hasta un púlpito que casi roza el cielo literario, haciéndonos reventar de orgullo a los leoneses. Desde allí dijo una frase lapidaria, seguramente a sabiendas de que pasará a la historia pegada a su nombre «Nada me interesa menos que yo mismo».
Con apenas unas horas de diferencia, otro paisano orgullo de la tierra, rozaba el cielo físico. El astronauta Pablo Álvarez se graduó esta semana. El niño que con cinco años miraba la luna desde las montañas omañesas ya es oficialmente astronauta de la Agencia Espacial Europea y el lunes recibió el distintivo que le acredita como astronauta: las alas de plata. Se me antojan perfectas para ambos.