29/10/2023
 Actualizado a 29/10/2023
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«Rompí aguas mientras araba». Era una mañana de marzo del 2021 cuando Aurora, sentada en el comedor, con el contraluz convirtiéndola en una estampa malva, recordaba un pasado pulido por el tiempo que fue convirtiendo sus picos y aristas en cantos rodados. Así fue como Aurora Tejerina, una mañana de marzo desgranaba su vida con aquella calma suya, ensartando las palabras y dejándolas sobre la mesa mientras Vicente, su marido durante casi setenta años, mucho más impaciente que ella, remataba frases, añadía datos y sumaba anécdotas que ella había omitido. Frente a ellos, el maestro Fulgencio Fernández iba recolectando la historia de Aurora, que dos días más tarde, con motivo del Día de la Mujer, protagonizó un reportaje en este periódico que Ful tituló con esas cuatro palabras que por sí solas casi resumen una vida: «Rompí aguas mientras araba». Tuve la gran suerte de estar presente en aquella entrevista que la maña de Ful convirtió en charla amiga y las palabras iniciales, anudadas por los nervios, acabaron siendo una riada de anécdotas del matrimonio mientras Mauri, fotógrafo de este periódico, tomaba testimonio gráfico de los hechos.

Me remonto a aquel día porque allí Aurora nos resumió su historia y sólo hubo un momento, sin pretenderlo, en que su voz fue protesta recordando que no pudo pasar la infancia con sus padres y hermanos. Las estrecheces económicas la hicieron cruzar la Collada que separa Ocejo de Ferreras del Puerto, dejando atrás una mesa a la que se restaba una boca, rumbo a casa de su tía Lucía, donde se aliviaron hambre y soledad mutuamente. Aquello lo contó aún más despacio, como si las sílabas pesaran y las trajera una a una rodando desde Ocejo o el recuerdo quedara tan lejano que le costaba encontrarlo y arrastrarlo hasta nosotros. Y oyéndola, vimos correr a la niña de ocho años tras el ganado, atravesar laderas y subir la cuesta de la juventud, siempre atrapada entre montes y peñas. No hizo falta salir de allí para acabar siendo esposa de un minero que desgastaba caminos en idas y regresos de la mina, cogiendo atajos y arañando tiempo para regresar a sus campos, a sus hijos y a su cocina porque es Vicente hombre adelantado a los tiempos y nunca tuvo reparos en remangarse ante el fregadero y tirar de estropajo, ni vio problema en preparar cena para diez al llegar, mientras su esposa ordeñaba las vacas.

Así vivió Aurora hasta que la rodilla operada apenas le permitía alcanzar el huerto, moviéndose entre la lentitud y la parsimonia con la ayuda de una cacha, regresando con olor a hortelana, aunque la mata lleve años muerta porque es ley de vida que toda mujer que entre en un huerto, salga oliendo a hortelana o manzana. Así camina desde primavera, pasito a pasito, cada vez más lento, cada vez más corto porque la existencia empezó a pesar demasiado, hasta este viernes otoñal en que la lluvia se ha llevado su vida dejando un vacío tan inmenso en el valle, que hasta Peñacorada y Pico Cerroso sienten ausencia de madre desde que la campana de Ferreras repicó a difunto anunciando que Aurora se ha ido y desde ese momento, los ojos y nubes del Valle del Tuéjar derraman por ella toda una gama de grises. 

Se nos ha ido Aurora, otra Pachamama, otra diosa de la tierra casi centenaria, esa especie en extinción que se llevan con ellas tradiciones, sabidurías ancestrales, valores y sacrificios que deberían recogerse en libros antes de que ellas se agoten y sus saberes caigan en barbecho. Y te das cuenta, una vez más, de cuánto ocupa una Aurora en un lugar tan pequeño, cuánto aportan las mujeres rurales que han hecho un imperio a su alrededor sin riqueza alguna, han regido entornos familiares con hoz y guadaña, con rueca y lana, con tendal y cuna. Han cosido el mundo en noches de lumbre y han roto el hielo del río en mañanas glaciares. Cuánto vacío dejan esas madres que parecían vacías y de ellas pendía la vida de toda la familia, sin ser valorado su esfuerzo. Algo que Vicente, su inconsolable marido, repitió una y otra vez, como un lamento, en aquel reportaje que Ful les hizo: «Cómo no nos dimos cuenta...»

Desde hacía unos meses era tan callada y liviana que parecía estar al fondo de algo, la vida se le escurría hacia el interior de sí misma, al lugar donde no existen prisa ni pausa y sólo sirve para guardar el cansancio. Hasta allí se nos ha escapado. Fue a buscarse, a reencontrarse con sus recuerdos, con su pasado. Aurora ya es infancia, planea sobre todos los valles y se casa de nuevo con el minero del que sigue enamorada. O tal vez esté con una labor entre manos, sentada a la puerta de casa con los últimos rayos de sol picoteando sus piernas mientras la modorra la alcanza, baja los parpados, descansa sus manos sobre el regazo, una anidando en la otra y se hace más liviana que nunca y flota entre el cansancio viejo y el sueño. Acababa de coser el botón que abrochaba la vida. Aurora cruzó la collada de nuevo y está con sus padres, dispuesta a pasar la infancia con ellos...

Un abrazo, familia.

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