Iba a hablar de estas fechas, tan comercial y luminosamente largas, tan falsamente alegres, tan fingidamente pacíficas o deseosas de paz y tan ¿felices? aun sepamos que las circunstancias vitales de parte de la ciudadanía hacen de la felicidad estado improbable de conseguir. No soy aguafiestas, no creo en paraísos artificiales creados ora por voluntaria ingesta, ora por práctica cultural impuesta. Y andando mi cuerpo así, como perturbado por sublevación del británico Norman Barret que me coloniza, y el espíritu y/o ánimo que en él, el cuerpo, habitan tristes y añorantes, como hoy supongo los de todos los amantes de la belleza y el compromiso político (no lea partidista, que errará), por la muerte de la angelical Marisa Paredes, he optado por hablarles de algunas de esas personas que, aun sin saberlo, ejercen en mí efectos que bien podrían atribuirse a seres que «espíritus celestiales» creen los que profesan varias religiones monoteístas y llaman ángeles, sean, en los casos que contaré, bien principados, bien de la guarda, como este agnóstico hasta de sí mismo los equipara.
Al primero de ellos, un niño al que hubiese calculado menos años de los que tiene, comencé a verlo y cruzar miradas con él en mis matutinos cafés leídos y disfrutados en terraza y en tiempo apacible. Con el tiempo progresamos a sonreírnos, primero con la mirada, después con nuestros naturales gestos. Acabada la bonanza callejera y refugiado yo en el interior del café, salgo cada día a saludarlo cuando, acompañado por su madre, se dirige al colegio, unos días andando, otros en su coche o silla adaptado. Sí, a mi ángel principado unos días le obedece el cuerpo más que otros, pero ahora ya siempre guarda un «bien» para mi «qué tal estás», unos besos que lanzarnos con la mano, un «choca» de nuestras palmas y un «ok» a pulgar alzado para mis deseos de un buen día. Después me quedo mirando su esfuerzo para seguir avanzando Ordoño II adelante, paso a paso, hacia la parada del autobús que lo recogerá para llevarlo a su colegio, ASPACE, y yo me quedo agradeciéndole a él, mi ángel Mohamed, su cotidiana lección de lucha y superación y sintiendo vergüenza de mis quejas a la menor dolencia.
De los custodios sólo les diré que son mayores –¡andan de bicentenario!–, se uniforman de azul marino y, mayormente, van en coches rotulados. Cómo no agradecerles, entre otras cosas, que esta semana me y nos hayan rescatado al perro de peluche «Pipo el Picarín», digamos, «secuestrado» desde finales de octubre.
¡Salud!, y buena semana hagamos y tengamos.