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Almendro junto a casa abandonada

18/09/2024
 Actualizado a 18/09/2024
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Este pasado 28 de agosto, terminó la vida de un hermoso almendro, que sobrevivía junto a una casa abandonada y ya en ruinas. Una casa que, en otro tiempo, se habría levantado en lo que en su época constituyeran las afueras de la ciudad, para llevar una vida acaso tranquila y con jardín.

La ciudad fue creciendo y lo que fueran afueras terminaron convirtiéndose en barriadas de León, marcadas ya por edificaciones de pisos para campesinos llegados a la ciudad y sectores populares de la población, en barrios como los de La Palomera, San Lorenzo o San Mamés (siempre la presencia de los hagiotopónimos en tierras leonesas).

Y esas casas con jardines de las afueras, al convertirse en adentros populares, fueron perdiendo su sentido y terminaron convirtiéndose (reciclándose, en lenguaje del presente) en solares para pisos o, como en el caso que nos ocupa, en edificios abandonados y deteriorados progresivamente, hasta volverse ruinas.

Pero, nosotros, mañana a mañana, a medida que íbamos a dar clase primero al instituto ‘Legio VII’ y que, después, ya en el tiempo de jubilación, acudíamos a investigar al Archivo Histórico leonés, nos encontrábamos con el hermoso almendro junto a la casa abandonada e íbamos siguiendo su devenir estacional.

Y quedábamos maravillados ante la vitalidad del almendro, y ante su belleza, en un contexto de decrepitud, de envejecimiento de todo y de ruina. Su desnudez invernal; su floración temprana y adelantada nada más que se barruntaba la primavera; la aparición de sus hojas lanceoladas de un verde tan maravilloso y conseguido; así como la aparición de sus frutos, esas mandorlas de las almendras, protegidas por un doble caparazón o cáscara amarronada en su capa interior y en la exterior de un verde con pelillos blanquecinos.

Terminamos convirtiendo tal almendro, a fuerza de observarlo y de comprobar, a través de él, el transcurso del tiempo estacional, en un talismán o elemento protector. Y le dedicamos varios poemas y prosas, algunos de los cuales ya publicados en libro.

Pero, este pasado 28 de agosto, un azar, una casualidad hizo que hubiéramos de pasar por allí, para realizar un envío en correos de La Palomera. La policía municipal tenía cortada una calle. Se oía, no muy lejano, el fragor mecánico de una máquina excavadora con su pala gigante…

Estaba derribando la casa abandonada. Le hicimos con el móvil una última fotografía a nuestro almendro, vigoroso, con sus verdes hojas lanceoladas, con sus mandorlas almendras protegidas en su doble caparazón, mientras iban madurando.

Y comprobamos, ay, cómo, sin piedad alguna, la pala excavadora, accionada por el operario que la gobernaba desde la cabida, seccionaba impasiblemente, como si nada ocurriera, la vida del almendro, descuajando su tronco de la tierra y del humus que le otorgara vida.

Y, al tiempo que, melancólicos, nos retirábamos del escenario de la pérdida, advertimos cómo estábamos, en realidad, presenciando una acción con valor simbólico. La muerte de nuestra tierra, envejecida y decrépita, a manos de esa máquina sin piedad alguna del llamado progreso.
 

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