Regreso de un descanso tan largo como necesario y traigo dos otoños conmigo. Uno lo llevo dentro desde siempre y al otro lo esperé sentada a la orilla del verano durante unos días, para llegar hoy juntos, agarrados de la mano. Han sido unas semanas de catarsis en las que las redes sociales apenas existieron, algo imprescindible para limpiarse de tanta desinformación, resetear y ventilar tanta contaminación virtual. Así, esperando al equinoccio, me he tomado mi tiempo para ver pasado y presente recorrer el mismo camino, mezclándose otoños de asfalto y barro.
En el de asfalto, los informativos anuncian su llegada hoy, siendo bastante inoportuna porque llamará a las puertas a la hora de comer, poco antes de las tres. Y para los más tempraneros, se presentará en su casa a tomar café o les fastidiará la cabezada de la sobremesa. Pero hay otro otoño, el de barro, que no necesita ser anunciado. Allí, a falta de wifi, el cierzo baja los valles bufando, arrastra la tierra de los caminos, borrando las últimas rodadas del verano y toma posesión del pueblo silbando en las callejas y convirtiéndolo con la hojarasca en una acuarela de mil colores. Después, golpeando las contraventanas, se mete en las casas sin más contemplaciones. En algunas, echa en falta a sus dueños, pero no pregunta porque ya sabe lo que significa una lumbre apagada, un balcón sin geranios y los cuarterones clavados. En estos casos, hasta él siente frío y anida en las penumbras convertido en invierno. En las casas habitadas, el humo sale a recibirlo cielo arriba, hay brasero en la cocina y leña en la portalada. Los pajares están llenos, las manzanas perfuman el desván y las madreñas están listas para el barro. El abuelo atropa nueces y avellanas y a media tarde se pone a migar pan y a pelar ajos porque los días se encorvaron de repente y no sabe cómo matar tantas horas de cocina. La abuela ya tiene el costurero a mano y mil remiendos preparados para ocupar el invierno, pero primero atiende a los pucheros y remueve el otoño, que cuece a fuego lento. Y mientras los fogones arden, los tarros golosos esperan en la alacena hasta que los frutos de la huerta se hayan rendido al fuego y convertido en conservas y mermeladas. Ahora sí, está el otoño en casa.
En esa espera a la orilla del verano, vi cómo se enredaba el tiempo y todo era perfecto. Los vencejos se fueron porque era su hora, sin despedirse siquiera. Las merinas pusieron rumbo a tierras más cálidas y ya eran casi eco sus esquilas, cuando los ladridos del perro con carlancas se mezclaron a lo lejos con los cantares de las vendimiadoras, dobladas sobre la tierra. Como cada otoño, cuando el aire es de color amaranto y huele a membrillo, por el mismo camino de tierra y asfalto, pasaron los niños de ayer y de hoy, rumbo al colegio, llevando a la espalda el mundo entero, incluidos sus montes. Unos, con la inocencia de no conocer nada. Otros, sabiéndolo todo demasiado pronto. Llevaban en la mochila un libro de Geografía (de cuando las asignaturas tenían mayúscula) que hablaba de ríos y afluentes que algunos conocimos con agua, pero han sucumbido a las zarzas, porque los señores del progreso prohíben limpiarlos, generando noticias sobre incendios y riadas. En aquellos atlas, el océano era un misterio azul con barcos, ballenas y piratas. Y brotaban de las mochilas idílicos volcanes que escupían en los cuadernos llamaradas y lenguas de lava y fuego. Niños que tenían un mapamundi con un solo mar para todos, que pasaban del alboroto a la calma cuando la voz del maestro dictaba y, con un lápiz, una goma y un cuaderno practicaban un arte llamado caligrafía. Uno se pregunta cómo los niños de hoy, con toda la información recibida en una pantalla, pueden retroceder, adaptarse al papel y buscar el dato que necesitan pasando las páginas de un libro. Cómo hacer un dictado mimando cada letra, después de escribir eliminando todos los caracteres posibles para conseguir velocidad. Cómo combinar el teclado y el lápiz. Cómo imaginar un volcán infantil después de ver en Las Palmas un grueso manto de ceniza gris arrasando todo lo que era vida. Cómo imaginar piratas si ya vieron pateras y humanos encontrando la muerte donde buscaban la vida. Para qué aprender nombres de ríos o capitales del mundo o la tabla del seis, si lo ven pulsando una tecla. A pesar del corto trayecto que han hecho, quizá algunos pequeños necesiten también sentarse a la orilla del camino y poner en pause el mundo virtual para no ir por delante de sus estudios. Quizá deban desaprender algo de lo ya aprendido, para después descubrirlo donde debieron hacerlo desde el principio: en sus libros.
Un descanso ha servido para ver con calma cómo nace un curso escolar y dos otoños, uno de barro y otro de asfalto, con madres rurales y urbanas pagando libros de texto como artículos de lujo. De todo ello, me quedo con mi otoño de siempre. El de manzanas y lumbres, el de merinas y castañas. El de olor a membrillo y color amaranto.