El origen etimológico de la palabra «amnistía» proviene del vocablo griego «amnestia», que significa «olvido». La RAE define el término como «perdón de cierto tipo de delitos, que extingue la responsabilidad de sus autores».
Parece lógico pensar que conceder este «perdón» se produzca en aquellos casos en los que el inculpado se sienta arrepentido y parece coherente conceder este «paso de página» teniendo en cuenta que no se actuó de mala fe, sino por desconocimiento o acuciado por situaciones límite en un callejón sin salida.
Aplicando este término a la polémica Ley de Amnistía que el gobierno procederá a crear en breve, resulta chocante que el ejecutivo haya optado por esta línea saltándose el dictamen de jueces y fiscales ante un inculpado huido que nunca ha manifestado arrepentimiento, y que incluso podríamos decir que, de haberlo hecho, sentiría haber perdido su propia batalla y dignidad. Es decir, es de suponer que Puigdemont no se arrepiente de haber proclamado unilateralmente la independencia de Cataluña, se trata de concederle una libertad de movimientos que actualmente no tiene.
Lo que ocurre con las decisiones de este calado es que sientan precedente, porque con toda la razón del mundo, muchos ciudadanos pueden pensar: «Pues yo también quiero una amnistía, me la merezco». Y es que no es de recibo que al president se le perdone la rebelión y no se indulte, por ejemplo, a algunos autónomos arruinados sus deudas con Hacienda. O también podrían solicitar la amnistía muchos perjudicados por los llamados «cobros indebidos» de ciertas prestaciones sociales, que son más bien «pagos indebidos de la S.S.», realizados por un error del sistema y que se reclaman después, cuando el damnificado nunca había sido notificado de que tal dinero no le pertenecía. Y así, podríamos escribir una larga fila de indultos razonables muy a tener en cuenta, que de arrepentidos está el mundo lleno y si amnistiamos que sea con cabeza.