¿Después del verano, qué viene? Antes venía septiembre, el colegio, el trabajo, el fin de las vacaciones, la vuelta a la rutina, la vida real, el asco de seguir necesitando un salario para comer cada día. Pero, la vida era eso. Sólo eso. Las ilusiones, los anhelos, las ansias de alcanzar «una más alta vida» en la que brillaran también estrellas fulgurantes, como las aficiones, las artes, la amistad, la revolución incluso, se iban quedando en las conversaciones con los amigos a lo largo del verano, en aquellas fiestas de los pueblos, en los viajes, en las borracheras, en los recuerdos... Si a eso la añadimos la edad, la mengua de las fuerzas, las pérdidas de tantos y tantos que se fueron, y hasta el inevitable cambio de los tiempos, motivos suficientes todos son para que aparezca el andancio, ese mal os curo que se presenta a traición y sin remedio.
El reuma de las generaciones anteriores, el miedo a perder al andar, la entrada en esa etapa de silencio en la que se escucha a los demás, en los corrillos, decir disparates mayúsculos, pero uno ya no interviene, ya no discute, ya no discrepa. Se sumerge en su silencio y a la mente le vienen nombres de amigos y conocidos que aún siguen en la vida, pero que ya no aparecen para sostener con nosotros una conversación sincera en la que regresen a la memoria tantos y tantos retazos de los trabajos y los días en los que nuestra intervención fue buena, incluso decisiva, y hasta imprescindibles para cambiar el mundo aquel que se sostenía sobre unos pilares de adobe, carcomidos por el miedo.
Y no hablemos también de «lo bajero» (como diría el gran Fulgencio) como las comidas, los paseos, los cantares, el cachondeo, que a lo largo del verano se sustanciaba en un hartazgo que duraba hasta el invierno, sin dejar que asomara la melancolía, ese terrible mal del que tanto habla nuestro querido Luis Mateo y al que desprecia tanto que hasta le concede el peligroso ripio de la muerte. Lo nuestro es la melancolía, Llamas. Nosotros somos de pilila pequeña.
Sabe el cronista que existen grandes carencias, peligros de despoblación, ocultos males que van minando la salud de nuestra tierra. Pero él ya no es quién para buscar solución alguna. Rendido ya ante la evidencia de la pronta llegada del gran viaje hacia la blanca orilla que diría el sabio de Sabero, el gran Loureiro, solo le pide a dios (como cantaba el otro) que la dichosa suerte no le traiga mucho andancio y, sobre todo, que no pierda el andar de la memoria.