Seguía con escaso interés la polémica sobre el cambio de nombre de nuestras calles cuando me sorprendió una columna de opinión de Cristina Fanjul en el Diario de León en la que pedía que se borrara, «no ya del callejero, sino de la memoria de la historia», una serie de nombres entre los que incluía el de Ángel Suárez Ema.
Ignoro de dónde sacó Cristina el nombre de mi abuelo y sospecho que aparece en su columna por mero error o descuido, en primer lugar porque no figura ni en la demanda interpuesta por el abogado Eduardo Ranz, ni entre los veinte que la comisión municipal de expertos ha rechazado eliminar, y en segundo, porque hasta el momento no conozco de él actuación política o personal alguna que guarde relación con la infausta Ley de Memoria Histórica.
El que este desdichado error coincida con el cincuenta aniversario de su fallecimiento, que se cumplió el pasado mes de julio, hace que, aunque no sea yo el más indicado para ello, me permita publicar una semblanza de este singular personaje que algún recuerdo merece entre los poetas de lo leonés.
Fue Ángel Suárez Ema profesor del Instituto de León, posteriormente llamado Padre Isla, de la Escuela de Maestría Industrial y de la Facultad de Veterinaria, donde se ganó la vida impartiendo clases de Matemáticas, Física y Química en su condición de Licenciado en Ciencias Químicas. Al margen de este que hoy denominarían «perfil científico», cultivó una irrefrenable pasión por León y su historia, de la que dejó huella en su labor periodística en el Diario de León, y en los periódicos La Democracia y Proa. Con el paréntesis de la Guerra Civil, que pasó dando clases en Asturias, es difícil encontrar un periódico leonés publicado entre 1930 y su fallecimiento en 1967, que no incluya su firma en algún rincón dedicado a la exaltación de lo leonés. Fue finalmente Cronista Oficial de la ciudad, y murió antes de poder emprender la tarea final de sistematizar y publicar la dispersa obra de su vida. Escribió su querido amigo Victoriano Crémer que Ángel Suárez Ema «pensaba ordenar no tan solo los apuntes de la prensa y esparcidos por publicaciones diversas, sino los papeles que desde el hondón de su archivo inagotable le venían demandando esa tarea urgente, necesaria, de selección y ordenamiento». Queda sin embargo constancia en la hemeroteca de su columna La Calle Matasiete, dedicada a la historia, leyendas y tradiciones del viejo reino, que publicó en Proa diariamente durante décadas y que probablemente constituye la obra de divulgación de la historia leonesa más prolongada y voluminosa de se haya escrito.
En su juventud publicó con Lamparilla la famosa Guía Cómica de León, de 1929, destacada por Francisco Martínez García en su Historia de la Literatura Leonesa, y reiteradamente exaltada por el propio Crémer por su carácter ácido y audaz. Con ella espolearon a todos los estamentos políticos sociales y religiosos de un León que «ya comenzaba a mostrar los indicios del mal de su propia pereza», utilizando una ironía que resulta difícil de entender en este siglo, cuando los personajes y las situaciones que conformaban la ciudad de entonces nos son desconocidos, pero que en su día resultó verdaderamente incendiaria.
Podemos escoger algunos ejemplos que, a pesar del desfase histórico, resulten más o menos comprensibles al lector actual, como esa descripción de la Catedral, de la que dice la Guía que «por el exterior presenta algunas irregularidades, que si no son como el desfalco municipal de la última etapa merinista, son faltas visibles». O la crítica del friso del pórtico occidental de la Pulcra: «un escultor que no debe ser suscriptor de El Socialista, pone a los pobres en el infierno y a los burgueses en el cielo. Además le faltan el Purgatorio y el Limbo. En el Purgatorio están don Bonifacio Rodríguez, que no puede hablar ahora; Paco Roa de la Vega, que a pesar de todo conserva el carnet de Asambleísta; Miguel Canseco, que sueña con cierta presidencia a base de homenajes a las Damas Catequistas y el Pan de los Pobres, y Miguel Castaño, a quien se le retrasa la hora de ir al Ayuntamiento». Del topónimo León señalan los autores que «hay quien asegura que es una corrupción de Legio, y que León sea una corrupción no nos atrevemos a negarlo».
El libro fue censurado –porque aunque no se crea, la censura es anterior a Franco–y sus autores tuvieron que distribuirlo personalmente.
Al margen de la Guía Cómica, que podría considerarse una audacia de juventud, fue la labor de promoción de lo genuinamente leonés lo que marcó la vida de Ángel Suárez Ema, y no sólo se plasmó en artículos y conferencias, sino que también dejó huella en nuestras calles. A él debemos, por ejemplo, que el nombre de las de algunos de los barrios que se edificaron durante el siglo XX, como el de San Mamés, conserve la memoria de los reyes de León, o que se hayan mantenido los nombres gremiales de las calles en las que antaño se situaban azabacheros, plateros, zapateros o fajeros. Respecto de esta última protagonizó una tensa polémica con las hermanas Carmelitas. Al situarse la calle Fajeros frente a su colegio, se proponía cambiarle el nombre por el de santa Joaquina Vedruna, pero Ángel Suárez Ema, no sé si en su condición de cronista, de periodista o de concejal, insistió en que las labores gremiales debían dar nombre a las calles en las que aquellos gremios se encontraban y no en otras, y por ello Fajeros siguió llamándose Fajeros y Joaquina Vedruna dio nombre a su perpendicular.
En otra ocasión peleó con éxito por salvar el árbol que aún hoy se encuentra enfrente del viejo Ayuntamiento de la Plaza de San Marcelo, o de las Palomas, y también frente al Recreo Industrial, cuya tala estaba prevista en una de las remodelaciones que sufrió el enclave.
También intervino ocasionalmente, junto con Lamparilla, en la refundación de la Cultural, en una de tantas ocasiones en las que estuvo a punto de desaparecer.
Mención aparte merece su labor en el rescate y posterior auge de nuestra Semana Santa, tan generosamente ponderada por Máximo y por Julio Cayón Diéguez –a veces incluso en detrimento de la de su propio padre, Máximo Cayon Waldaliso, no menos importante– y también por otras autoridades en la materia como José Magín Revillo, Carlos García Rioja o Mario Díez-Ordás. Fue, entre otras cosas, fundador de la Junta Mayor Pro Fomento de la Semana Santa y redactor de sus Estatutos, de lo que queda constancia en la placa de la Plaza Mayor que se ubica bajo la casa en la que nació.
El novelista y premio Pulitzer norteamericano James A. Michener le trató en los años 60 y le dedicó algunas líneas de su obra Iberia: El cronista en cuestión, don Ángel Suárez Ema, rondaba ya los sesenta y era un tipo alto, de bello y expresivo rostro, que se iluminaba al hablar, lo que hacía casi todo el tiempo. Su único tema de conversación, por lo menos aquel día, era la gloria de León, porque era el poeta oficial de la ciudad además de su cronista. Cuando hablaba sabía proyectarse a sí mismo, pudiéramos decir, en cualquier época pasada, de modo que ya era un romano al mando de una legión, ya un rey venido a menos tratando de conservar los restos de su antiguo reino, ya una princesa injustamente tratada. Escuchar a don Ángel durante unas cuantas horas era una experiencia sumamente interesante, algo así como un viaje por entre los recovecos de la Historia, con paradas al buen tuntún. España está llena de cronistas como él, viejos eruditos que han estudiado toda la vida y a quienes encanta compartir con otros lo que saben».
Aunque en 1965 le fue otorgada la Cruz de Alfonso X el Sabio, no se dejaba llamar historiador. «No me llaméis historiador, porque no soy más que un recopilador de viejas y entrañables peripecias de la vida leonesa», dijo públicamente, y Alfredo Marcos Oteruelo lo ratificó con cariño en su libro Leoneses de Ayer y hoy, «No se le debe considerar historiador. Yo diría que a pesar de haber hecho muy pocos versos en su vida a Ángel Suárez Ema se debe considerar como un poeta. Un extraño y formidable poeta».
No es el dar nombre a una calle, sino la palabras de personas como Victoriano Crémer, James A. Michener, Alfredo Marcos Oteruelo, Félix Pacho Reyero, Máximo y Julio Cayón Diéguez y tantos otros, el mejor homenaje que puede recibir alguien que sólo destacó por trabajar denodada y desinteresadamente por León, y que no dejó más herencia que su obra y el ejemplo de su esfuerzo y de su amor por su tierra. Aunque repito que no conozco ejecutoria política alguna que pueda relacionar a Ángel Suárez Ema con la Ley de Memoria Histórica, no fue ni de lejos un desafecto del régimen, por si acaso fuera esa la razón que llevó a Cristina Fanjul a querer borrarle «no ya del callejero, sino de la historia».
En todo caso, sus ideas no impidieron que a pesar de encontrarse en sus antípodas ideológicas, Victoriano Crémer lo definiera en un emocionado Asterisco publicado al día siguiente de su fallecimiento como «un hombre afanoso, bueno, un hombre amigo». Qué diría el viejo poeta y maestro de periodistas si leyera lo que se publica cincuenta años después en el mismo periódico en el que ambos escribieron durante tanto tiempo.
Ángel Suárez Ema en la memoria
06/08/2017
Actualizado a
17/09/2019
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