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El año que viviremos peligrosamente

30/12/2024
 Actualizado a 30/12/2024
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Cuando era niño, y también joven, incluso un tipo de mediana edad, en el siglo XX, pensaba que el futuro estaba increíblemente lejos. Pero un día llegó el siglo XXI. ¡De un día para otro, claro está! Es divertida esta convención humana del paso del tiempo, estos ritmos del calendario y de las campanadas del reloj… Divertida y terrible, en efecto. Porque, a medida que el futuro se aproxima, nos vamos haciendo viejos. Y así, nunca logramos llegar a él. Nunca podemos tocarlo. En aquel siglo XX no tan lejano (para mí fue tan sólo ayer), la visión del XXI era una promesa extraordinaria de modernidad, un sueño de grandeza, todo ello alimentado por el cine futurista, por la literatura, y, sobre todo, por la ciencia. Ahora, estamos a dos días de cumplir el primer cuarto del nuevo tiempo. ¿Qué les parece? 25 años van del siglo XXI y diría que apenas nos hemos enterado. 

Pero es cierto que los años jóvenes transcurren con mucha más lentitud. Como aquellos veranos interminables. Y como la Navidad nevada, a la que siempre me refiero. Aquello era casi eterno. El siglo XXI nos encontró a algunos ya de camino a la edad madura, aunque quizás no tanto, y el tiempo empezó a escaparse de las manos, a deslizarse, como la arena, entre los dedos. Y hemos llegado (bueno, ¡faltan apenas dos días!) a 2025 a una velocidad endiablada, como quien se deja caer por un tobogán inevitable, cuya aceleración no puede detenerse, aunque nos gustaría. Todo sucede muy rápido, incluso más rápido de lo que parece, pues el presente circula a toda pastilla, es lo propio de este tiempo que prefiere ser ‘fast and furious’. 

Les escribo a pocas horas de esas campanadas a medianoche (espectáculo catódico a la altura de esa guerra Broncano vs Motos que tanto nos ocupa), y ya con la sensación de que se ha consumido buena parte del siglo XXI sin grandes resultados, sin atisbo de ese nuevo tiempo, salvo alguna cosa. El futuro suele decepcionar. Primero, por inalcanzable. Se parece a la línea del horizonte, que se aleja tercamente, porque alcanzarla supondría viajar al confín de la realidad, atrapar un territorio que debe permanecer secreto. El futuro debe permanecer oculto, por eso no llega nunca. Por eso no podemos tocarlo, ni caminar sobre él: porque quizás sería acercarse a un extraño abismo. El futuro siempre es el mañana. Es aquello que soñamos, que deseamos (o no), es la eterna promesa que no podremos conocer jamás. 
Pero en aquellos años del siglo XX, que nos parecieron largos y abundantes porque aún éramos jóvenes, confiábamos en atrapar por fin el futuro, un animal esquivo, huidizo, como un zorro ártico, que se movía siempre un paso por delante de nosotros, que se confundía con el paisaje. Pero sabíamos que estaba allí. Sentíamos su respiración. Creíamos que el mundo cambiaría vertiginosamente, que lo que la literatura imaginaba, y lo que la ciencia empezaba a mostrar, nos transformaría, y entonces acorralaríamos al futuro, no tendría escapatoria, lo atraparíamos y nos serviríamos por fin de él, anulando de inmediato el dolor, el fracaso, el odio y la guerra. 

Quedan apenas dos días para esas campanadas a medianoche. Y, como en el cambio de siglo, el tránsito es inmediato, el viaje es feroz, y veloz: ahí estamos, deslizándonos por una pendiente en la que cada vez tenemos que sortear más peligros. Las televisiones y los periódicos se llenan estos días de resúmenes. Lo mejor del año. Y lo peor. Ese gusto por las listas, por los balances, ese afán estadístico. No sé. Hay un año que es personal, doméstico. La vida que tuvimos. Más de uno habrá vivido un año fascinante, mientras el mundo se hacía otra vez más duro y más cruel. Y, sin embargo, no me parece posible obviar la realidad que nos envuelve, la globalidad que nos arrastra, el signo de los tiempos. No creo que podamos evitar en nuestras vidas personales la influencia de la historia. No podemos decir «eso no va conmigo», o «esa no es mi vida», o «allá cada cual con lo suyo». Todo nos concierne al fin. Todo está profundamente conectado. 

Los resúmenes del año son como la purga del corazón. Al mencionar las catástrofes y las tragedias que nos han rodeado, intentamos limpiarnos de todas esas heridas, pasar página, para desembarcar en el primero de enero como una ‘tabula rasa’, como un paisaje nevado, como una historia sin escribir. Es el vano intento del eterno comienzo, el mundo construido ex novo, como si no contasen las heridas del tiempo. Está bien que sea así. Inventarnos una nueva vida, coincidiendo con la arquitectura del calendario, con el reloj que hace pasar las horas, que todas hieren, salvo la última, que siempre mata. Está bien ese vano intento de ganar la carrera al tiempo, que ahora se desliza mucho más veloz bajo nuestros pies, como la historia misma, que va como un pollo sin cabeza. 

El fin de año es la muerte y el renacer, cogidos de la mano. Es el símbolo del ciclo de la vida, es también la ilusión de acercarse a la línea del horizonte del futuro, la línea que nunca alcanzaremos. Pero, cuando apenas faltan dos días, la sensación de que navegamos sobre aguas turbulentas no nos abandona. Por supuesto que el futuro es la incertidumbre, lo no conocido, y por eso nos apasiona y nos llena de temor. Como el viaje de Ulises, nos gustaría llegar a casa, recuperar la felicidad de la juventud, descansar en el jardín, tras sortear los engaños y las trampas del camino. Y ahora no sabemos si eso será posible. Pocas veces he tenido esta sensación de que nos dirigimos a un tiempo difícil, de que viviremos de nuevo peligrosamente. Contemplo la última puerta del calendario y no estoy seguro de soñar con el futuro, porque el futuro es, sobre todo, un sueño.

Si uno mira hacia atrás, sabrá que la historia está llena de muerte y de injusticia, mucho más que de honores y victorias. Pues, a menudo, la victoria de unos supone la destrucción de otros. Pero celebramos el éxito, el triunfo, e intentamos olvidar las viejas carnicerías, incluso las contemporáneas. El hombre quiere sobrevivir, atrapar un segundo de felicidad, ese fulgor improbable, que apenas resiste en la edad madura. Damos por superadas las mil capas de dolor que componen la piel del planeta si se enciende una luz que dure apenas un instante. Es comprensible. Fijaos qué panorama se presenta: los nuevos autoritarios, los nuevos brutos, la barbarie de los que premian la ignorancia y el fanatismo resultante, los nuevos liderazgos millonarios que se atreven a cuestionar el delicado equilibrio de las democracias. Hay mucho trabajo por delante. Y ese trabajo es el futuro. Nos vemos en el nuevo año: con mis mejores deseos.

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