Todas las cosas deben mirarse con perspectiva. Puede que nada deba tomarse en términos absolutos, salvo, quizás, la muerte. La muerte sí es personal, y nos atañe muy directamente. Pocas cosas tan individualistas como la muerte. La gente se muere mucho en primera persona. Y, aun así, morimos un poco en nombre de, no sé si se fijan. Morimos también colectivamente. ¿No está ocurriendo ahora mismo? ¿No nos estamos muriendo planetariamente, globalmente, incluso de risa, lo reconozco, de risa floja, o más bien de vergüenza? Unos pocos individuos nos están matando de hilaridad, pero también de miedo. Muertos de miedo, eso es.
Todos los días aparece un susto nuevo. No hay tregua, porque el espectáculo debe continuar. El circo de siete pistas que nos ofrece cierta política internacional está poblado de fieras. Y para sobrevivir, algunos de estos nuevos personajes necesitan estar en la pomada, cada día salen a la pista con un nuevo número circense, agitan la mano, que se les va como quien pide un taxi, ese tic, tíos, ese golpe de músculo, que se les va la mano desviada, disparada, o, en su defecto, agitan una motosierra del trinque, sin tener ni p. idea de manejarla, gracias a Dios. Ese nuevo juguete tan mediático. El caso es acojonar. Acojonar es ya otra forma de hacer política.
Por eso muchos vieron como una tabla de salvación el aviso sobre el asteroide, el 2024 YR4, ya saben, que por lo visto podría colisionar gravemente con la Tierra el 22 de diciembre de 2032. Nunca nos ha tocado el gordo de la lotería (habla por ti, dirán ustedes), pero miren por dónde, ahora cabe esa posibilidad: ¡es un 22 de diciembre, después de todo! Ah, el calendario, tan juguetón. Y la suerte: tan esquiva, tan renuente, hasta que cambia de opinión. El asteroide nos hizo pensar de pronto que lo de Trump no era para tanto. Llevamos semanas con la movida, lo sé, escuchando ese interminable carrusel surrealista que brota de los labios imparables del magnate, ese parloteo insufrible, pero todo eso es nada, apenas verduras de las eras, ante la amenaza de todo un asteroide. Y, sin embargo: ¿no es Trump el verdadero asteroide que vuela a diario sobre nuestras cabezas?
En efecto, casi todo es relativo. Aunque les parezca que de pronto nos hemos zambullido en una pesadilla, piensen que todo puede empeorar. Diría que últimamente todo empeora a cada minuto que pasa, pero, añado de inmediato, no soy pesimista. Ni siquiera después de las elecciones de Alemania de ayer, que ya se veían venir (Merz, cuando esto escribo, parece descartar a la extrema derecha). Alguien dirá: ¿y qué se nos ha perdido allí? Más de lo que parece. Ni siquiera la manifestación del 16-F, que ha sido glosada por activa, pasiva y perifrástica, como no podría ser de otra manera, puede librarse de las más diversas influencias, aunque sigamos creyendo que sólo es una batalla doméstica contra el poder omnímodo de Valladolid. He leído también que la mani era una demostración de impotencia, un lloro sin consuelo: ¿se sugiere entonces sufrirlo todo en silencio, como las hemorroides, conformarnos con el abrazo entre cofrades desposeídos, penitentes, en fin, de esta larga y luctuosa procesión?
Menos mal que ha llegado Carnaval, aunque en este país, como decía Larra (que se suicidó precisamente en estas fechas), Carnaval es todo el año. «El mundo todo es máscaras». Pero nos queda el recurso a la sátira y a la broma, que es la verdadera salvación. Nada nos cura más que el humor, nada nos protege en mayor medida, aunque, también es cierto, vivamos tiempos difíciles para la caricatura y la humorada. ¿No será mejor reírnos de esta deriva a la que nos enfrentamos, después de que la frustración y la desafección hayan llevado a algunos a apoyar a los que quieren reventarlo todo en nombre de intereses mal disimulados? Pero sé que con la risa no basta. Puede convertirse en una mueca de desesperación. La distancia entre la risa y el llanto es menor de lo que parece. Las máscaras del teatro griego así lo revelan. Lo que hoy nos parece surreal, el fruto de una carnavalada absurda y sin gracia, nos puede dañar. Podemos ahogarnos en nuestra propia risa. Estos nuevos liderazgos sin compasión, sin humanismo, sin empatía, aunque grotescos, no hacen ninguna gracia: sólo son una tragedia.
El mundo parece de pronto sumido en el caos y en el absurdo. Aunque el absurdo siempre estuvo ahí. En la mejor línea del Entroido, que en Galicia, pero también en León, alcanza una expresión maravillosa, los personajes parecen cambiar su rol, lo de arriba pasa a estar abajo, lo lógico pasa a ser ilógico. Eso demuestra la naturaleza cambiante de la especie humana, la fragilidad de las convicciones. Y la capacidad que tenemos para olvidar, incluso aquello que deberíamos tener muy presente. De pronto, la historia terrible que se escribió en el siglo XX parece haber desaparecido de nuestra memoria. Sin necesidad de borrarla, como quizás ocurra en el futuro.
Por eso el asteroide vino a recordarnos que somos extraordinariamente mortales, y que nuestro orgullo tecnológico, por más que se agite como señuelo del presente y garantía del futuro, también puede conducirnos a la extinción. Así me lo decía hace un par de semanas Rosa Montero, con motivo de la presentación de ‘Animales difíciles’ (Seix Barral). Somos una especie maravillosa y terrible. Capaz de lo mejor y de lo peor. Somos tiernos y somos feroces. Y, a lo que se ve, muy capaces de autodestruirnos, con ese empeño tozudo, quizás egoísta, y no pocas veces mezquino. ¿Han visto mayor mezquindad que la que se está desplegando ahora mismo en el panorama internacional? ¿Podemos soportar esta vertiginosa caída de la razón, este desplome de la lógica, esta súbita barbarie, este matonismo?
¿Ha llegado el fin de la solidaridad y el respeto por los débiles? ¿Entramos en una era en la que los más fuertes devorarán sin miramientos, como quizás en la Prehistoria, a los más indefensos? ¿Para eso hemos llegado hasta aquí, tras siglos de evolución y pensamiento? Cuesta trabajo creer lo que nos está pasando. O lo que nosotros mismos hemos provocado. El asteroide 2024 YR4 no nos va a destruir: los apocalipsis que nos amenazan son otros, y es posible que mucho más letales. No lloverá un asteroide, de momento, o eso parece, pero ahora mismo están lloviendo piedras sobre nuestras cabezas. Los enmascarados de la nueva tiranía se han quitado las máscaras en un acto colectivo, y se alegran al contemplar el rictus de sus caras, se reconocen como miembros del mismo club exclusivo. Agitan sus motosierras y ríen ante la audiencia estupefacta, no con la rebelión aquella de la Fura, sino como personajes de un Carnaval inverso e incomprensible.