03/11/2024
 Actualizado a 03/11/2024
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Como siempre que la impotencia se convierte en rabia, tentada estuve de empezar la columna, por tercera vez, con la frase de Susan Sontag en la que dice ir por su máquina de escribir como iría por su ametralladora. Tuve que meter los caballos en la cuadra, sujetarlos bien y no escribir hasta estar segura de que no se desbocasen, porque enfada demasiado que un simple SMS, enviado con horas de retraso, se convierta en el tiempo que separa la vida de la muerte. Cuesta cumplir el propósito de hablar solo de agua, después de ver en las redes a personas dando su ubicación y suplicando ayuda, porque los sistemas oficiales estaban colapsados, suponiendo que existan, allí donde ciertos Servicios Públicos se consideran ‘chiringuitos’.

Hoy solo hablaremos de agua, por respeto, porque el luto ondea en el aire, es demasiado de todos y podríamos herir a alguien. Será imposible olvidar esas horas en las que un SMS no avisaba a los valencianos de que el cielo iba a romperse justo por ese lugar por el que nace el agua. Fuimos espectadores involuntarios y no entendíamos qué hacían en las calles mientras el agua se hacía enorme y el río se convertía en monstruo, adueñándose de todo lo que encontraba, sin piedad con los humanos. No era agua joven con vestido azul, repartiendo cántaros en las fuentes. Era lluvia vieja, sucia y enfadada, recordando al hombre lo nada que es, frente esa naturaleza de la que tanto abusa. En la noche del martes, miles de lucecitas gritaban miedo y pedían auxilio desde los rincones más insólitos, atrapados en ratoneras de agua. Una mujer dice «Estoy agarrándome a esta planta, que es lo único que encuentro» y la planta eran unas cañas tan endebles que se estaba aferrando a la muerte. ¡Si ella supiera cuántos la estábamos sujetando! Un hombre habla en la oscuridad, desde el árbol en el que pasó seis horas subido y a las dos de la madrugada, la pala de un tractor rescata a una persona atrapada en su terraza. Nos rompieron la mirada los ancianos sentados en sillas de ruedas, con el agua hasta la cintura, y la foto de Amparo y su bebé, que se hizo aire con tres meses y una diadema rosa. Al amanecer, ya no sé de qué día, una mujer barre un charco de forma compulsiva, bajo una lluvia intensa y otra, recorre la calle llamando a Rodolfo en un tono de voz tan sereno, que aterra. Hasta la lluvia amaneció exhausta. Había dejado el campo de batalla cubierto de víctimas, los árboles quedaron de rodillas a su paso y se llevó los puentes por considerarlos suyos. Todo fue agua menos los pájaros, que no aparecieron por ninguna parte. Imágenes tan dantescas que la historia contará que octubre del 2024 murió por tragedia. 

Vemos cómo el miedo se hizo cansancio y apenas se ha notado en qué momento dejan de buscarse vidas para buscar ausencias. En qué momento dejan de buscarse gritos pidiendo auxilio y empiezan a buscar silencios. Qué difícil es encontrarlos cuando se esconden. Qué azogue produce que la vecina de enfrente no haya abierto la ventana y cómo molesta no oír la radio molestando al otro lado del tabique, a la hora de la siesta. Y llegó otra riada. También ésta se desbordó porque nada fue de tamaño natural en estos días. Llegó antes el ejército de voluntarios que el que dispone de medios. Avanzaron kilómetros, armados hasta los dientes, de vida, de ayuda, de palas, escobones, cepillos y alimentos, porque los trenes están varados, las carreteras quedaron sin destino y los puentes se fueron con el agua sin preguntar adónde. Aun así, bicicletas y tractores se aliaron con la causa. No hay espacio para tantas manos. No hay manos para tanto lodo. No hay palabras para tanta emoción y agradecimiento hacia ese enjambre humano llevando ayuda. Hoy es el Día de Difuntos, sin saberse de cuántos, porque nos pilla con una bandera negra, rebuscando trozos de noche entre el barro. Si al menos hubiera pájaros, para que uno trajera la ramita verde de la esperanza hasta el arca. 

Ahora, a quién culpamos de que se haya roto el cielo. A quién culpamos de que el río siguiera su curso y se acostara en las calles que un día fueron su lecho, porque el humano edificó donde no debía. Y a quién lloramos, si no conocemos a nadie, pero nos hemos ahogado todos. Quién no ha sido rescatado por un helicóptero, con las mascotas en brazos. A quién no le llegó el agua al cuello estos días. Quién no tiene bajo su ventana una montaña de coches y barro. De haber culpable, es la soberbia humana, a la que el agua ya avisó tres veces en la misma tierra. Ella nunca pediría lo que no es suyo y solo busca su lecho porque le gusta dormir en su cama. Que nadie la acuse de nada, que es, apenas agua. 

Y sí, había un pájaro. O quizá fuera un bebé trepando cielo arriba, hasta el helicóptero que lo ha rescatado. A falta de paloma, él ha sido la ramita de esperanza, sacándonos la primera sonrisa del mundo. ¿O hubo risa antes? Tan efectivo ha sido que acaban de encontrar a una mujer viva, atrapada en su coche.

Un abrazo a los que hoy lloran.

 Y para ellos… un silencio. 

 

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