Hay veces que el Congreso de los Diputados parece una corrala. Una reunión de vecinos mal avenidos y, en paralelo, de unas amas gritonas cuando les da la vena. Eso sí, la mayoría de los inquilinos del hemiciclo, de ese ennoblecido y pétreo refugio de los padres y padrastros de la patria -bien pagados, bien comidos y mejor bebidos-, son mirones. No dicen esta boca es mía porque lo de ellos –y ahí están las bancadas para notariar ante la autoridad competente las verbenas plenarias- es aplaudir. Y venga a batir palmas. Y cada cual con más escándalo que el de al lado, si antes no se le entumecen las manos. Aplauden como descosidos, que diría la ‘señá’ María, la del barrio del Mercado, durante aquellas noches veraniegas en que, a la fresca, las moradoras de Puerta Moneda (por ejemplo) sacaban a la acera sus sillitas de enea para conformar una especie de concejo vecinal.
Lo que se produce en el Congreso no tiene paragón. Y bien estaría que se instalara un ‘aplausómetro’ para registrar los decibelios a que tal actividad pelotillera da lugar. Porque allí, en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, es igual lo que se diga o se deje de decir. Todo se epiloga con aplausos. Las verdades, las mentiras y las salidas de pata de banco, tienen su recompensa por parte de quienes forman y conforman esos rebaños, reconvertidos en grupos políticos por mor del voto ciudadano.
Que, por ejemplo, se pone delante del atril el presidente del Gobierno, pues la grey socialista se inflama y a la segunda frase que pronuncia –casi siempre con tintes menesterosos en sus afirmaciones- se inicia la ovación. Que sube al estrado el líder de la oposición, lo mismo. Venga aplausos. Y, después, cuando los oradores (es un decir) se bajan de la tribuna, ufanos y satisfechos de su intervención, el ambiente se transforma en ensordecedor. El Pleno ha mudado en una borrachera de palmeros. La claque, como era de esperar, ha cumplido con nota destacada la función para la que ha sido elegida. Sólo que cuesta un ojo de la cara y la cornea del otro (en palabras que emplearía el añorado Victoriano Crémer), a cargo del erario público. Es decir, del pagano y sufrido contribuyente, que se queda atónito ante el espectáculo que se le ofrece.
Cuando se hacen públicos –o se conocen- las iniciativas o comparecencias de los miembros de cada Legislatura, se abren las carnes. Hay tantos que no dan ni golpe, que el sonrojo no admite discusión. Lo suyo, lo de esos padrecitos interinos durante cuatro años (si no hay adelanto electoral) es vagar por los pasillos del singular edificio como ánimas en pena. Total, a final de mes siempre llega, puntual, la guita… Son los aplaudidores, la mayoría anónimos y anodinos, a los que sólo conocen en su casa cuando van a cenar. Si es que van.