El poeta José Manuel Caballero Bonald murió en mayo de 2021. Tuvo una larga vida, sometida a los mil vaivenes del océano de la historia de este país. Había nacido en Jerez en 1926 y su desempeño como escritor, como poeta, puede considerarse uno de los más brillantes de nuestras letras en los últimos setenta y cinco años. Tuve la suerte de conocerlo, aunque en encuentros a menudo efímeros, que se producían casi siempre durante el fallo del Premio Biblioteca Breve, en Barcelona, al que acudí varios años.
Lo entrevisté en dos ocasiones. Una, si las anotaciones no me fallan, en enero de 2005, cuando ganó el Premio Nacional de las Letras, y otra ya en 2012, cuando había afirmado con cierta rotundidad que ya no escribiría más. Afortunadamente no lo cumplió, y siguió ejerciendo con gran magisterio su actividad literaria. Bonald, evidentemente, es uno de nuestros grandes poetas del último siglo, y recuerdo muy bien esas conversaciones (las escucho de nuevo ahora, tanto tiempo después), sus frases, siempre apasionadas, hermosamente trenzadas, y ese envoltorio marino que acompañaba a Bonald a todas partes, amante del mar sobre todas las cosas, poeta oceánico y azul. No en vano, en su Andalucía natal, el mar había estado siempre presente, su rumor, su perfume, su voz. Bonald hablaba con pasión de muchas cosas, pero, sobre todo, del mar. Tenía algo de Ulises navegante, sorteando peligros, buscando el tacto del viejo Mediterráneo, pero en realidad él era marino de todos los mares y de todas las estaciones. Caballero Bonald había estudiado náutica. Era patrón de embarcación. Y navegó siempre, sin cesar, no sólo por Andalucía, sino, y mucho, por Galicia, y por África. Y por todas partes.
De su amor por la navegación, me dijo entonces: «Sí, yo pensaba emular a los personajes de Stevenson, a Jack London, a Melville… Tenía una ilusión grande por ser un aventurero… Pero luego me enfermé del pecho y tuve que abandonar esa pasión y esos sueños bastante literarios. Y sí, tal y como dice, soy patrón de embarcación y he navegado por espacio de muchos años, por muchos mares diversos. Ahora sigo escribiendo, pero no navegando. Recuerdo cuando navegaba por Galicia, a la buena de Dios, de una ría a otra… Tenía un amigo allí, un amigo fraternal, que vivía en Cabo Udra, en Bueu: el doctor José Luis Barros… Y él tenía una casa magnifica y también un barco de madera, un velero, que, la verdad, era una auténtica reliquia, y andábamos por ahí, de un lado a otro, por las rías…».
Caballero Bonald podía hablar horas del mar. Podía hablar horas de los barcos. El viaje articuló gran parte de su existencia. Le decía por entonces que quizás el origen de su pasión viajera y marítima está en el mestizaje. Por el lado cubano de su padre y por el lado francés de los Bonald. Era un amante de la diversidad, de la mezcla, de la hermosa complejidad de la cultura. Me decía: «Yo he creído siempre en el mestizaje. El mestizaje es un enriquecimiento, no sólo físico, étnico, sino, por supuesto, cultural. Los grandes movimientos de la cultura se han producido siempre por episodios mestizos. Yo, además, no sé si sabes, tenía un abuelo cántabro y una abuela siria, y sí, junto con lo de mis padres, he de reconocer que siempre me ayudó a entender el hecho cosmopolita, y me dio una cierta atmósfera, digamos, de gran enriquecimiento artístico”. Aseguraba que conocer el mundo era ser muchas cosas a la vez, servía para ser muchos individuos en uno, muchas tierras en una. “Pero ya no viajo. Un día dije que ya lo había visto todo», replicaba.
Hablamos, claro, del franquismo. Hablamos de Carabanchel. Para él, la cárcel era menos dura que la realidad. «La realidad de entonces era muy dura, pero eso es cierto también ahora. Bien es verdad que en aquella época estaba la represión, el miedo a que te visitaran, a que te registrasen a horas intempestivas y te llevasen detenido, como me ocurrió a mí en varias ocasiones, pero hoy la realidad se ha renovado de temores y de miedos. A la vista está. A partir de la guerra de Irak yo entré en una especie de actitud alterada, de autodefensa frente a los peligros, frente a las mentiras… Menos mal que la literatura es un buen medio de defensa contra la realidad. Y por eso escribí mi último libro de poesía, ‘Manual de infractores’, para defenderme de las numerosas ofensas de la vida». Eso me contaba.
Le pregunté, no podía ser de otra forma, por Dionisio Ridruejo. «Lo conocí en el año 56, y poco después fundó el partido aquel de Acción Democrática. Él fue la persona que a mi me despertó políticamente. Nos reuníamos mucho, hablábamos de lo que estaba pasando en España. Me pareció siempre una persona muy íntegra, que supo evolucionar de acuerdo con su propia pureza y hacerse un demócrata, cuando, en fin, había sido un gerifalte del aparato falangista, como se sabe. Me pareció alguien muy noble, yo paseaba a menudo con él en el patio de la cárcel de Carabanchel, y allí me habló mucho de su evolución y también su conversión política…». «Le confieso», me decía, tratándome espontáneamente de usted «que yo tengo un recuerdo apacible de mi paso por Carabanchel. Pero conocí a gente como Medrano o el Lute, gente que estaba condenada a muerte por haber intervenido en asaltos a mano armada con resultado de muerte. El Lute hacía gimnasia sueca y leía mucho… era un personaje que luego, como saben, se integró muy bien en la sociedad. Pero el líder entonces era Medrano, que sin duda era el más carismático en el ambiente carcelario».
Y, por supuesto, con Bonald siempre estaba la literatura. No hablaba mucho del pasado. De las tragedias del pasado. Sólo si le preguntabas. Pero de literatura hablaba casi sin preguntas. «Blas de Otero fue muy amigo mío, muy querido… anduve con él por Cuba, y luego nos veíamos mucho en Madrid. Blas era una gran persona, pero era un hombre difícil, depresivo, estaba enfermo y sí, era complicado… pero era un gran poeta, desde luego», me contaba. Y sobre la generación del 50, cuyo nombre no le gustaba mucho: «No estoy en contra del todo de esa etiqueta… pero es que éramos un grupo de poetas dentro de una generación. Nos unimos por muchas razones, teníamos cosas en común, la actitud moral, sobre todo la lucha antifranquista, que fue lo que más nos unió. Literariamente éramos muy distintos. Yo con Gil de Biedma tengo poco que ver en cuanto a la escritura, pero me siento más cerca del gran Valente, por ejemplo, o de Carlos Barral». Y luego, si insistías en sus favoritos, siempre afirmaba: «Yo amo el paisaje. Lo que más me gusta es describir paisajes, ya ve usted. Lo que veo desde mi ventana en Sanlúcar. Veo Doñana. Por eso creo que Gabriel Miró es un gran escritor. Pero para mí el mejor escritor de todos es Valle Inclán».