La primera vez que vi al poeta Seamus Heaney, no en una fotografía o en un reportaje de televisión, sino en carne y hueso, fue en otoño del año 2000, en el Castelo de San Antón de A Coruña, hoy museo arqueológico de la ciudad. Fue en la tarde de su aceptación como Doctor Honoris Causa por la Universidad de A Coruña, donde acudí con el único propósito de verlo y escucharlo en vivo. También estaba allí su gaitero favorito, Liam O’Flynn, tristemente también fallecido, con el que luego, al año siguiente, construiría ese hermoso y vibrante disco que es ‘The Poet and the Piper’ (‘El poeta y el gaitero’), un disco en el que la música popular y el verso que brota de la tierra y de los pozos de agua fresca (mágicos en Irlanda) se dan a mano.
Aquella mañana, en la que Seamus Heaney pronunció un hermoso discurso sobre la verdad de la poesía, recogiendo de esta manera el espíritu que ya latía en esa pieza extraordinaria que fue su intervención con motivo de la recepción del Premio Nobel en 1995, ‘Crediting Poetry’, intervino también otro gaitero que acostumbra a ir con su música de lo local a lo universal, capaz, como nadie, de transmitir la emoción y el sentido del mundo rural. Ese gaitero, igualmente virtuoso intérprete del tin whistle (flauta irlandesa), era Carlos Núñez, tan conocido y admirado por toda la parroquia leonesa. (Carlos viene aquí a menudo a dejar constancia de su extraordinario dominio de las melodías celtas: y no son pocos los claustros, monasterios y castillos de esta tierra que lo han visto tocar, desde Sandoval a Carracedo).
Tuve entonces la sensación, y lo recuerdo bien, a pesar de que ya ha transcurrido casi un cuarto de siglo, de que en cosa de segundos nos invadía toda la fuerza telúrica de su lenguaje, metálico y poderoso, suavizado por esa música ancestral de las dos orillas del Atlántico céltico, la música de los excelsos gaiteros O’Flynn y Carlos Núñez. Allí estaba el poeta de Derry, aún pleno de energía, reflejándose en estas aguas del norte sobre las que había edificado sus asombrosos monumentos literarios.
Pero, llegados a este punto, no olvidemos que Seamus Heaney tiene mucho que ver con nosotros, bastante más de lo que podemos imaginarnos, por mucho que naciera en el aparentemente remoto Mossbawn, en Derry. Mucho que ver, sobre todo, con Asturias, y con todo el Noroeste, por sus vacaciones habituales en Salinas, donde ha vivido y trabajado como profesora de inglés su cuñada, Anne Devlin, durante tantos años. (A Anne la conocí algún tiempo después, durante un homenaje al poeta en Compostela, y allí me habló con gran entusiasmo de nuestra tierra leonesa).
Aquel día del año 2000 al que me refería, antes del mediodía, Heaney, aunque cansado por las celebraciones académicas, se sentó con buen ánimo sobre alguno de los muretes del castillo-museo para hablar con unos cuantos periodistas y profesores que allí nos encontrábamos. La sensación fue extraordinaria, un auténtico regalo para nosotros, rodeados por la luz mortecina de otoño, que se proyectaba en el azul oscuro del Atlántico. No quiso Heaney que insistiéramos en la concesión del Nobel, tal reciente: «llevo muchos años como profesor, soy un viejo profesor, y la universidad cambió mi vida. Pero los premios… Uno no puedo pensar cada día en los premios. Sé que el término Nobel funciona como algo mágico, pero más para otra gente que para el premiado», me dijo entonces. «Es un asunto importante, lo sé, pero es un premio más, a fin de cuentas. Aunque, eso sí, es el único galardón que consigue atraer la atención de todo el mundo».
Hablamos un buen rato de su vida antes de trasladarse a Belfast, donde estudió en la universidad. «Creo que es importante para un poeta mantener la esencia de la infancia en su obra. Como decía Gastón Bachelard, la percepción infantil proporciona una sensación de eternidad a las cosas. Lo bueno es que un niño no suele tener consciencia del mundo. No la teníamos en mi época. Yo no sabía, por ejemplo, que entonces vivía mientras tenía lugar en alguna parte la Segunda Guerra Mundial. Tampoco que había gente que disfrutaba de luz eléctrica (no la teníamos, tardó en llegar) [Conviene leer al respecto su excelente colección ‘Electric Light’, que precisamente se publicó por los días de aquella entrevista].
La infancia es un territorio irrepetible, una patria que no regresa jamás. Pero que funda nuestro espíritu y nuestro corazón. Heaney no abandonaba el tema: «Lo mejor de la infancia es la inconsciencia del paso del tiempo. Mi niñez tuvo lugar justo en el fin de una era, pero fue extraordinaria. Y eso que, en realidad, vivíamos como en la Edad Media. Encendíamos fuego por la mañana, sacábamos agua de los pozos… [Heaney hace del agua un gran elemento simbólico en su poesía]. Pero vamos, no quiero mitificar todo aquello. Yo fui un niño como tantos allí, un niño normal y corriente».
Y sí, también hablamos de Irlanda. De cómo se fue de Belfast: «no lo hice en absoluto por la situación política», me dijo entonces. De cómo cree que las cosas pueden mejorar, han mejorado «porque quizás ya fueron demasiado mal». En plena madurez, aquel Heaney nos dijo que había abandonado la negrura y la tiniebla de muchos de sus primeros libros (‘Norte’, ‘Puerta a la oscuridad’) y que ahora esa tiniebla se trocaba de repente en luz, en luz de todo tipo, y por eso el titulo de ‘Luz eléctrica’ del libro que acababa de publicar. «’Lux perpetua’, se dice en la misa de difuntos… pero yo soy más de luz eléctrica», me dijo, riendo con ganas.
Y así fue como conocí a Heaney. Luego, a través de Antonio de Toro, hermano de Suso de Toro, que lo visitaba en su casa de Dublín, seguí su trayectoria hasta el final, que llegó repentinamente por aquel problema de cerebrovascular del que no se recuperó. Luego, he coincidido con la gran Marie Heaney, su mujer, en muchos eventos literarios, tanto en Irlanda como en España. La última vez que vi a Seamus Heaney fue en el Instituto Cervantes de Dublín, en noviembre de 2011. Se acercó para saludar con mucho cariño. Fue un momento maravilloso, porque el poeta ya no estaba demasiado bien de salud. Habló de lo mucho que se hacía por Irlanda fuera de su país, del interés y ternura que aquella tierra, la suya, despertaba. No habló en público, ya no quería hacerlo. Vestía un jersey azul de lana gruesa, como de marinero, un calzado casi de andar por casa: se acercó a saludar, a apoyar la causa, a escuchar nuestros leves parlamentos, como si él, tanto tiempo después, supiera que debía estar ahí, como años antes, a pesar de haber hecho ya todo por la literatura. Y por nosotros.