jose-miguel-giraldezb.jpg

Aquellos encuentros (VII): con John Banville

16/09/2024
 Actualizado a 16/09/2024
Guardar

Con John Banville (o Benjamin Black, si ustedes lo prefieren) me encontré por primera vez en Irlanda. En realidad, no me lo encontré. Lo busqué expresamente. Me abrí camino entre la muchedumbre. Lo cuento a menudo, y he escrito sobre ello varias veces, porque aquella ocasión, en 2009, quedó para siempre prendida en mi memoria. Luego Banville se ha prodigado en diversos actos literarios en España, incluyendo, por supuesto, su celebrada presencia en León en 2013, para recibir el Premio Leteo. Desconozco si ha visitado esta ciudad en más ocasiones (nunca se sabe, al menos en el papel de Black, siempre más indetectable), pero desde luego sí ha sido habitual en diversas ‘semanas negras’, tan en boga, como la de Getafe, o, más recientemente, en junio de este mismo año, como invitado en Santiago de Compostela, junto a la palestina Adania Shibli, a la Selic, el Festival de Lectura de esta ciudad, que alcanzaba ya su octava edición. 

Como la literatura irlandesa ha sido, y es, parte importante de mi actividad profesional y académica (lo decía la pasada semana, al hablar de otro de los grandes irlandeses imprescindibles, el Nobel Seamus Heaney), el encuentro con John Banville en aquel ya lejano 2009 supuso mucho para mí. Fueron las buenas artes de una gran amiga de Kinsale, no lejos de Cork (esa pequeña ciudad vacacional, pero no sólo), las que me abrieron el camino hacia un Banville al que conocía literariamente, pero que, hasta entonces, sólo había escuchado en persona en el University College de Dublín, apenas tres años antes. Esa amiga de la que hablo era y es la gran Alannah Hopkin, nacida en Singapur, sí, donde su padre ejercía como médico, cosmopolita y muy irlandesa al tiempo, compañera de vida del extraordinario y muy joyceano autor, ya fallecido, Aidan Higgins: si lo leen, descubrirán que una parte de sus vidas transcurrió en el sur de España. 

Así que fue Alannah, con la que nunca antes había coincidido (luego nos hemos encontrado varias veces, tanto aquí como en Irlanda), la que se preocupó de que Banville tuviera casi una media hora para mí. No estaba nada mal, porque el escritor suscitaba un interés extraordinario allá por donde pasaba y retenerlo un instante, al menos durante el Kinsale Arts Weekend, que ese era el evento que estaba teniendo lugar, no era cosa fácil. Y así fue como me encontré por primera vez con el gran escritor irlandés, que había ganado el Booker Prize con ‘El mar’, unos años antes, en 2005.

Banville tenía muy en cuenta toda su experiencia anterior, sobre todo como editor de textos en ‘The Irish Times’. El lenguaje se va construyendo gracias a la vida secreta de las palabras. También me llamaba la atención esa disociación, entre Banville y Benjamin Black (la primera novela con el ahora muy conocido pseudónimo había aparecido poco antes de aquella conversación, concretamente en 2006: prácticamente todas están traducidas en Alfaguara). Banville, o Black, explicaba esa doble dimensión identitaria como el salto que va del artista al artesano, aunque siempre, eso sí, creador. Ironizaba, esbozando apenas una sonrisa tímida, con que, de ganar el Nobel alguna vez, se lo otorgarían a Benjamin Black, no a ese tal John Banville. 

De mi entusiasta encuentro con el autor en Kinsale, en el lejano 2009, escribí en otros lugares cosas que ya apenas pueden encontrarse en internet. Muchas tienen que ver con la sorpresa de la experiencia, y con el hermoso entorno azul de Kinsale, localidad, por cierto, de históricas resonancias hispanas (lo que se corrobora visitando el pub The Spaniard). 

Rescato ahora algún párrafo de aquella charla: «Alannah hace las presentaciones y John Banville se sienta a mi lado». Conoce bien España, desde los años sesenta, y ha visto la gran evolución del país con ojos más bien atónitos. Ahora viene con frecuencia, porque su obra es muy celebrada «creo que más que en Irlanda», dice con una sonrisa. Banville me parece cercano y moderadamente locuaz. Está cansado (creo que ha bajado en coche desde Dublín) y no tiene mucho tiempo. Le pregunto por su éxito en España, que es, en realidad, un eco de su éxito en todo el mundo y me contesta, de nuevo con media sonrisa (su media sonrisa habitual), que el que verdaderamente tiene éxito en España es Benjamin Black. Me habla de su larga experiencia española: «creo que Irlanda y España tienen muchas cosas en común, una historia oscura y problemática, así que tal vez sus gustos literarios sean parecidos. Ambos países han experimentado una terrible guerra civil en el siglo XX, ambos han conocido la notable presencia de la Iglesia, y, bueno, un cierto grado de corrupción en la política... Así que creo que ambos países se parecen más de lo que pudiéramos pensar en principio, dice, subrayando todas y cada una de las palabras. Sobre la alternancia entre Banville y Black, piensa que nada hay más normal que ser otro de vez en cuando. «Cualquiera podría hacerlo, porque lo hacemos todo el rato en la vida real. Cambiamos de registro sin cesar. Tenemos papeles distintos, según las ocasiones. ¿No le parece?».

Cuando le pregunté cómo nace una de sus historias, por ejemplo, ‘El mar’, fue tajante. Jamás tiene un plan, me dijo. «En realidad, no sé por qué se producen las historias. Ni si hay una razón especial para iniciarlas. En este caso, sólo quería escribir una historia corta sobre la infancia junto al mar, simplemente. Lo que ocurre es que luego la voz del narrador empezó a sonar en mi cabeza, no me digas cómo, y yo seguí y seguí... Pero verás, no creo que haya una razón para escribirlo… un origen… yo no planeo nada de nada… Los libros crecen solos, son orgánicos. Son como las plantas».

En 2015 volví a encontrarme con Banville, esta vez en A Coruña. Para entonces, ya era Premio Príncipe de Asturias. Había dicho en Oviedo que la frase es la mejor invención del ser humano. Hablamos largo y tendido aquel mediodía, pero no hay más espacio aquí para contarlo. Sólo sus bromas con los pastiches de Joyce que hacía de jovencito (me dice). Al final, recuerdo que le pregunté si los dioses, los viejos dioses irlandeses y los mediterráneos, los dioses azules y cálidos, a veces terribles, están aún presentes en nuestras vidas. «Claro. Nosotros los irlandeses somos la gente mediterránea del Atlántico. Me gustaría mucho que los viejos dioses estuvieran aún entre nosotros, y, de hecho, lo deseo. Verás, creo que el paganismo es maravilloso. Mi madre tenía sus santos, pero era muy pagana a su manera. Hay un dios para cada cosa en el mundo clásico: ya me dirás, qué más se puede pedir». Y dio el último sorbo a la copa de albariño. 

Lo más leído