Con Enrique Vila-Matas tuve esencialmente dos encuentros, aunque sólo uno fue presencial, una tarde de febrero en la que el cielo amenazaba lluvia (no recuerdo ahora si la lluvia cayó finalmente o no, pero tiendo a pensar que sí), en 2013. Fue en un hotel de A Coruña, la ciudad a la que el escritor llegó para celebrar en un acto público la reedición de ‘El mal de Montano’ (Seix Barral). Antes, a finales de 2010, había mantenido con él una larga entrevista a través del correo electrónico, atraído febrilmente, no lo negaré, por la publicación, también en Seix Barral, de su novela ‘Dublinesca’.
La cercanía a cierta estética modernista por parte de Vila-Matas siempre me había interesado, su modernidad, en fin, y mucho más su pasión concreta por las atmósferas de Joyce. Al rescatar la pasada semana en esta sección mi larga amistad con el tercer traductor de ‘Ulises’, Francisco García Tortosa (que, como dije, nos dejó tristemente en mayo), me acordé inmediatamente del lado joyceano del gran Vila-Matas, uno de los fundadores de la a menudo celebrada Orden de Finnegans. Si bien Vila-Matas me insistía, cuando hablaba de la huella que había dejado el irlandés errante en su vida y obra, que él no era, ni mucho menos, el joyceano supremo del grupo («he leído mucho más a Beckett que a Joyce», me advertía), sino, en mayor medida, Eduardo Lago y Jordi Soler.
Sobre la curiosa Orden hay un artículo en El País, publicado el 22 de junio de 2008, donde se aclaran conceptos y se explica la pasión que Dublín generó en el escritor, cuando, dice, llegó allí para celebrar el Bloomsday, la fiesta que conmemora el día en el que trascurre la trama, o lo que sea, de ‘Ulises’: el 16 de junio. Fue entonces cuando, en el pub Finnegans, de la localidad de Dalkey, se le apareció (a él y a sus acompañantes, imagino) la idea de fundar la Orden de Finnegans, a la que podría sumarse un nuevo caballero cada año, según las normas acordadas, si fuera menester. Mucho lamento, y ustedes sabrán disculpar el descaro que manifiesto al pronunciarme al respecto, no haber pertenecido a ella, siquiera en espíritu, pues un pub irlandés, y más uno tan próximo a Flann O’Brien como el que vio nacer la Orden, es siempre un templo espiritual, y, desde luego, espirituoso.
Entre el año 2010 y el 2015 me crucé algunos correos electrónicos con Vila-Matas. Se trataba de mensajes breves, como no podía ser de otra manera, en los que le felicitaba por la concesión del premio FIL (en 2015), o por su distinción como oficial de la Orden de las Artes y las Letras francesas (en 2013), o cosas semejantes. A veces me decía, si era verano, que estaba retirado en una playa de Mallorca, que no mencionaré expresamente, «trabajando mucho y sobre todo leyendo». Por aquel entonces cruzamos algunos comentarios sobre escritores que le gustaban, como Javier Avilés o Celso Castro y hablamos de cómo Eduardo Lago había iniciado nada menos que una traducción de ‘Finnegans Wake’.
La entrevista de 2010, aunque fue por escrito, tuvo algo de voluntad de totalidad, lo que suele ocurrir cuando uno entrevista a alguien por primera vez. Lo que sucede es que Vila-Matas, como París, no se acaba nunca. ‘Dublinesca’ fue para mí una novela querida y reveladora, siempre en ese universo metaliterario al que Enrique Vila-Matas suele invitarnos. Me dijo: «Podría haber escrito ‘Dublinesca’ sin haber leído a Joyce (o, mejor dicho, teniendo unas vagas nociones sobre su ‘Ulysses’) y el libro sería el mismo, porque pienso que, a fin de cuentas, aunque en ese segundo capítulo de ‘Dublinesca’ me he limitado a captar el espíritu de la gran novela de Joyce, pero el resto es cosecha propia. También Joyce recurrió a un clásico, a la ‘Odisea’, para su ‘Ulysses’, pero todo el libro es de Joyce, no de Homero».
Lo que parecía evidente en la conversación era la apuesta decidida por la ironía y la parodia, algo que Vila-Matas nunca ha dejado de cultivar. Si alguien en Francia (donde Vila-Matas es tan celebrado) considera su obra muy teñida por el superrealismo, digámoslo así, él creía entonces que ‘Dublinesca’ hablaba en realidad del fin de la literatura: “Dublinesca’ es más que nada una parodia del fin del mundo. Algo se acaba, pero es maravilloso el eclipse. Comentar, contar el final de un mundo hace que narrar vuelva a ser algo genial, que se recupere el placer de narrar. En México Juan Villoro lo vio muy bien cuando explicó que yo en ‘Dublinesca’ hablaba de la muerte de la literatura y con esto conseguía que ésta volviera a estar más viva que nunca”. Sobre su pretendida dificultad literaria, que la crítica apunta en ocasiones, Vila-Matas respondía sin ambages en aquella larga entrevista: «como he intentado dejar claro, si el trabajo no me resultara difícil lo cierto es que me moriría de aburrimiento».
Cuando nos vimos en 2013, para celebrar la reedición de ‘El mal de Montano’, en aquella tarde que amenazaba lluvia en A Coruña (ahora pienso que tal vez sí llovió, finalmente), Vila-Matas me recordó lo que habían dicho algunos de su libro: «los ingleses y los norteamericanos dijeron que ‘El mal de Montano’ era un ensayo francés con algunos toques narrativos». La afirmación más rotunda en la charla de aquel día fue esta: «sin humor no hay literatura que valga, salvo excepciones (Sebald, Primo Levi…) Escribo de maravilla por las mañanas si el día es ligeramente invernal y está algo oscuro y llueve…».
París siempre está en Vila-Matas. Me dijo aquella tarde: «Todo empezó en París, cuando llegué en el año 74. Se había acabado la novela. Lo decían los de ‘Tel Quel’. Algo expliqué de todo esto en ‘París no se acaba nunca’, pero quedan muchas cosas por decir de aquellos años. Quería que se dejara de hablar que yo había sido inquilino de Margarite Duras... Me había alquilado la buhardilla. La hija de Picasso era amiga mía en París, por ejemplo, pero interesaba lo de la Duras. Al verme me ofreció su buhardilla a un precio módico, quizás porque yo no tenía por entonces casa en Barcelona. Decidí ir a vivir a París para tener casa, y no es una boutade. Me dio normas para ser escritor. No las he seguido… Yo me encerraba en mi buhardilla y me ponía a leer aquello, y no entendía nada. Decían que no había que escribir novelas, que primero había que teorizar. Y de ahí viene lo mío. Recuerdo un arquitecto italiano que venía por Barcelona, y por París, que escribía libros sobre arquitectura, pero no había construido un solo edificio. Yo generé tanto respeto por la teoría que estuve a punto de no escribir. Luego entendí que todo era una tontería increíble. Si tú estás enamorado, tienes que hacer el amor».
Y ahora estoy aquí. Esperando que Vila-Matas termine ganando el Nobel.