Aquí, en esta página, muchas veces he escrito que «el arquitecto es transparente», porque de cualquier edificio de las ciudades es más fácil saber quién ha sido el promotor, que quién ha sido el arquitecto. Y no digamos cuando se trata de un edificio público, del que todas las autoridades civiles, militares, incluso religiosas, todos a una y por separado, aplauden por el magnífico edificio, que, digo yo, lo será porque él, en sí mismo, es un gran edificio, proyecto, no de ellos, sino de, claro, uno (o varios) arquitectos, que, mire usted por donde, no aparece (o aparecen), por ningún lado. Bueno, claro, hasta que hay una fisura, grieta, gotera o desconchón, porque, en ese instante, no solamente aparece con nombre y dos apellidos, mientras los demás actores pasan a un segundo plano.
La verdad es que no es solamente culpa de los demás, también de nosotros mismos, que poco o ningún de esfuerzo hacemos por corregir la situación. Casi como si nos diera vergüenza que se sepa que ese edificio «es mío», cuando lo cierto es que son los edificios los hacen la ciudad, que construyen los constructores, lo que es una evidencia, pero los proyectan los arquitectos y, para bien o para mal es su responsabilidad.
Y no solamente su responsabilidad, sino, y también, son los propietarios intelectuales de los mismos, regulado por la ley del mismo nombre, lo que, y seguro que no me equivoco, es desconocido por toda la ciudadanía, muchos arquitectos incluidos, pues yo mismo, mea culpa, mea máxima culpa, supe de esta circunstancia bastantes años después de empezar a ejercer como arquitecto.
Seguramente extrañará a más de uno, pero es así. Los arquitectos son los propietarios intelectuales de sus edificios. Igual que un pintor lo es de su pintura y el escritor de su escrito.
Esta Ley de la Propiedad intelectual, viene a proteger lo que son las bellas artes históricas: pintura, escultura, arquitectura, música, literatura y danza, a las que se ha unido, cosas de los tiempos, la cinematografía. De ahí que se le llame «el séptimo arte».
Claro que, como nadie la conoce, nadie la aplica, aunque no por ello deja de tener vigencia.
Alguien dirá: «Pero bueno, si esa casa es una birria, como es posible». Bueno, puede serlo, aunque, para gustos se hicieron los colores. Pero también hay novelas malísimas, esculturas bochornosas y pinturas horribles. Pero es igual, todas ellas, por el mero hecho de serlo, mantienen sus derechos de autor. Y la arquitectura, también. Y nada tiene que ver con la propiedad material de la casa, cuadro, escrito o partitura. Eso es otra cosa.
Así que dígale usted a un propietario de una vivienda, que va y cierra un balcón o una terraza, previamente, permiso de la comunidad y el Ayuntamiento, que, además, pida permiso al arquitecto autor del proyecto, cuando ni tan siquiera lo hace a los otros dos. Paro como somos transparentes, a nadie se le ocurre.
Lo malo, es que, tal y como van los tiempos, la cosa va de mal en peor. Tanto, que el cerrar una terraza casi tiene ya la calificación de ‘pecadillo’. Y eso que se lleva haciendo muchos años, tantos, que si digo cincuenta, no me equivoco.
Desde hace bastante menos de esos cincuenta, se han empezado a limpiar (falta hacía), muchas fachadas, mayormente antiguas. Y, de paso, una vez limpias, pues a pintar. Y ahí tenemos otra, que ya no es pecadillo. ¿Se ha contado con el autor del edificio? Por supuesto que no, supongo que porque ya no vive (pero los herederos sí), y hay algunas ‘pinturas de autor’ que… ya ya. Pero no solamente antiguas. Hace unos meses, tuve que ir a la central de correos a enviar un paquete y, en mala hora, se me ocurrió mirar hacia arriba porque, ¡Oh sorpresa!, un edificio singular, de uno de los mejores arquitectos del siglo pasado, que originalmente tenía un característico color mostaza claro, ya no. ¿Porqué? Supongo que alguno de los paneles se deterioraron y no era posible hacer un pintado parcial. Bueno, pues repíntese todo del mismo color origina. Pues no. Ha trasmutado en un impersonal y soso color crema marfil. Y alguien se habrá quedado feliz.
Aunque, por el camino que ahora llevamos, la cosa no va a quedar solamente en los colores. Porque, por aquello de la huella de carbono, el ahorro energético y todo esto ahora tan en el ‘candelabro’, que diría aquella ínclita vallisoletana y miss España, no solamente cambiamos colores, es que reconstruimos toda la fachada sin la más mínima consideración, arrasando con lo que el autor proyectó, reconvirtiendo un edificio que tiene su calidad y valor (no importa mucho o poco, porque la ley es la ley), en otro, y aquí no pasa nada.
Y, ¿dónde está la propiedad intelectual? ¿Se ha molestado alguien en salvaguardar el trabajo, los derechos legislados, del arquitecto autor? Y que nadie diga que no había otra manera, pues la hay.
Porque no creo que sea mucho pedir un respeto a la labor profesional de los autores, cuando, además, la ley la protege.
Ah! Por si alguien lo duda: sentencias hay en este sentido y de trascendencia.
