Tengo que decir, antes de seguir escribiendo, que los deportes no me interesan mucho. Ver en el televisor cómo se marea una pelota de aquí para allá no me aporta nada. Además, ver sudar, agotarse hasta la extenuación, caerse o lesionarse, me parece un espectáculo primitivo y deprimente. Tampoco me interesa el tipo de estrategia que se despliega en los deportes de equipo.
Y esa falta de interés no es porque siempre tenga que estar tras las cosas fundamentales, ni mucho menos. Sé reconocer el encanto de lo inútil, vaya si lo sé, hasta el punto de que entiendo que es el nido, en muchísimos casos, de la belleza más pura.
La cuestión es que el fin último de la actividad competitiva no deja de ser perversa, pues en el triunfo de uno está implícito el fracaso del otro y el triunfo no siempre depende de la excelencia; en muchas más ocasiones de las recomendables, el número uno no es el mejor, sino al que la circunstancia le ha acompañado bien. La competición pierde entonces su sentido deportivo y pasa a ser una simple herramienta para el espectáculo.
También me parece extraña la idea que arraiga en el mundo del deporte de competición y que consiste en considerar que el mejor de los mejores, solo pueda ser uno. Un extraño absolutismo este y sospechoso para un mundo en el que todos son colegas y prima el espíritu de la amistad, la solidaridad, la comprensión mutua y el juego limpio y así y todo, pese a esto, sienten la necesidad imperiosa de resolver la disyuntiva de saber quién es el mejor, no basta con salir a jugar de la manera más noble e impecable posible.
No entiendo el sacrificio al que se someten los deportistas en sus entrenamientos, al sufrimiento enorme en la mayoría de los casos. Perdónenme la insensibilidad, pero qué necesidad hay de llevar tu cuerpo hasta el límite y en algunos casos romperlo sin más razón que dar espectáculo a un montón de adictos a la cerveza con un impresionante apego por el sofá ¿No es más bien una falta de respeto hacia uno mismo?
¿Qué es lo que no soy capaz de ver para poder sumarme al entusiasmo que hordas humanas sienten ante un acontecimiento como los Juegos Olímpicos, a la euforia y a la alegría sin par?
Los Juegos Olímpicos de este verano han sido un tremendo espectáculo, que ha consistido en ver como París se deshacía de sus pobres relegándolos a la miseria de la miseria mientras nos intentaban convencer de que el Sena, como todos los ríos de las grandes urbes, no estaba de porquería hasta la bandera. O en ver a un niño como Alcaraz, al que le queda todo por hacer, exento del sentimiento de agradecimiento y humildad por haber podido estar ahí, llorar sin pudor porque nadie le ha enseñado lo que es perder o ganar con deportividad. O ver a Paula Leitón recordándonos que ella había ido allí a cumplir un sueño, no a darle al gustirrinin del ideario que el patriarcado tiene de una campeona. O ver a Imane Khelif, otra vez, repitiéndonos que para dar un buen guantazo no hace falta tener entre las piernas genitales masculinos (¿pasaremos a la historia de la humanidad por ser aquella pandilla de monos sabios cuyo rasero era la genitalización de toooooodo lo habido y por haber?). O de los chistes a cuenta de Ammiraty. O de las faltas de respeto a la figura de Aya Nakamura…
No voy a dejar de mencionar a María Pérez y Álvaro Martín: Como dice Leonar Cohen «Hay una grieta en todo, así es como entra la luz»...
En definitiva, bienvenidos a las fauces de Pierre de Coubertin. No hay nada malo en ello, pero sí en intentar vestir a la mona de seda.
Y esta es mi pena, no poder disfrutar con ustedes de semejante espectáculo.