Hay una forma eficaz de destruir una sociedad. Despójela de todas y cada una de sus certezas, desde la más profunda a la más mundana, y abandónela en mitad del caos de un océano de desesperanza. Que dude de lo que siempre cuestionó pero también de lo que hasta ahora lo sostenía. Escribió Ovidio que la «esperanza hace que agite el náufrago sus brazos en medio de las aguas aun cuando no vea tierra por ningún lado».
Con la tragedia de Valencia todos andan quitándonos hasta el anhelo de tierra firme en la que cobijarnos de tanto lodo. No podemos dudar a la vez de los políticos, los guardaespaldas, los reporteros, los vecinos, los guardias civiles y los Reyes. De la Cruz Roja, el 112, los camioneros solidarios, la Aemet, los jóvenes con botas altas, los técnicos, los asesores, Cáritas, la Generalitat, los presentadores a pie de calle, las cifras de muertos, los ancianos con mocho, el Estado de las autonomías, los ‘influencers’, las recogidas de comida, las aseguradoras, la planificación urbanística y los decretos de ayudas urgentes. De la alarma de los móviles, los inmigrantes, las noticias, las comunidades de Whastapp, el ‘segurata’ del supermercado, el Ejército, los adolescentes embarrados, las causas, la Justicia, los bulos, las patrullas ciudadanas, los alcaldes, la fe y los que huyeron a tiempo. De España, la mujer que busca a su hijo, la Unión Europea, los perros desorientados, la demolición de pantanos, los vídeos de redes, la burocracia, el miedo, las previsiones, los ahogados, la solidaridad y la UME. De los cacos desaprensivos, la coordinación, las calles oscuras, los radicales, la lluvia, el bizum, la reconstrucción, los desaparecidos, las fuentes desinformadas, las prohibiciones, el Mediterráneo, las familias sin casa, las consecuencias, el Estado, los coches amontonados, los impuestos, el futuro, Protección Civil, los empresarios desvalijados, los abrazos y el cambio climático.
No condenemos a esta sociedad a dejar de agitar los brazos.