En los pueblos de León siempre existieron los ‘aviadores’. Y no, no eran pilotos de aviones de combate o de línea: eran los que habían emigrado a la gran ciudad o a otros países y que venían de vacaciones. Al aterrizar en el pueblo acudían a los bares e, invariablemente, hablaban de lo bien de lo que les iba la vida y de lo poco que avanzaba en el lugar que ellos habían abandonado. Que si había que hacer esto o lo otro, que si había qué arreglar los caminos o que si había que cambiar tal o cual ley...; un desastre, vamos, porque no hay peor cosa que ir a tu lugar de origen para pontificar y a dictar sentencias. Emiliano, el molinero, en vez de «aviadores», los llamaba «marcianos», porque sí, parecía que llegaban de Marte. Eran, y son, lo más parecido a los nuevos milenaristas que nos bombardean con soflamas tipo «por culpa del cambio climático el planeta se va a la mierda: hay que salvarlo a toda costa». El asunto que olvidan es que lo primero que habría que salvar es a los humanos..., vamos, digo yo. Porque igualar a los lobos, a los osos o a los murciélagos («abrenoite» en berciano), con los humanos es, como poco, atrevido. Y eso que uno es hermano de todos estos bichos, como San Francisco, ese santo tan ecuánime y circunspecto que lo primero que hizo fue predicar para las alimañas... A esta gente, normalmente habitantes del ‘primer mundo’, solo les preocupa su bienestar, tirándolos de los cojones cómo vive la gente en África, en América del Sur o en el sudoeste asiático... Son egoístas de manual, ajenos a todo lo que ocurre en el resto del mundo..., como que no existiese, como si fuesen yanquis de California o de Texas seguidores de aquello de «América primero» y a los demás que les den por... ahí.
A lo de los ‘aviadores’, que me ‘esnorto’... Eran cansinos, porque repetían lo mismo año tras año, sin introducir argumentos nuevos. Todo, en el pueblo, era un desastre, mientras que la vida en la ciudad era maravillosa y envidiable. No es de extrañar, entonces, que los que vivían en el gachi todo el año los mirasen de mala manera. Al final, la paciencia tiene un límite. No era para menos, porque que le restrieguen a uno en las narices lo mal que vivían y lo infelices que eran puede con todo; incluso con la paciencia. Además, todo lo que proclamaban era una trola..., nada más que una trola. En el pueblo, sobre todo si no quedaba en el quinto pino, aislado y abandonado de la mano de Dios y sin bar, se vivía, y se vive, tan bien como en la ciudad, con la salvedad de los servicios, pero eso, por desgracia, es mejor dejarlo ‘pá prao’.
Si la provincia de León tiene 450.000 habitantes, poco menos de la mitad viven en municipios que no llegan a los 5000, lo que da una cifra considerable que no se puede olvidar, aunque alguno quisiera. Además, los que duermen y comen en la capital, o en Ponferrada, o en San Andrés, cuando llega el fin de semana huyen como criminales de la ciudad para ir al pueblo de sus orígenes. No hablo de cuando llega el verano, que es un éxodo como bíblico... Quiero decir que todos tenemos unas raíces, a las que acudimos cuándo podemos o cuándo las cosas se ponen chungas. El mejor lugar para pasar una depresión o para soportar un volantazo criminal de la vida es, sin duda alguna, el pueblo dónde naciste o dónde nacieron y vivieron tus ancestros, porque de alguna manera, todos los que están enterrados en ‘La Costana’ o tienen esparcidas sus cenizas en ‘La Quebrantada’ o en ‘Candajo’ unirán sus fuerzas y sus saberes, que son infinitos, para ayudarte y que puedas a volver a levantar cabeza.
Claro que si llega el aviador de turno y te empieza a comer la cabeza con el cuento de que la ciudad se vive infinitamente mejor, que estamos dejados de la mano del Altísimo y que lo mejor que puedes hacer es vender la casa y las tierras, no extraña a nadie, a un servidor el primero, que agarres un cabreo del copón de la baraja. Cuando tenía quince o veinte años los escuchaba y hasta, en ocasiones, les daba la razón; pero, ahora que ya soy abuelete y los cuatro pelos que me quedan son del color de la plata, ¡ni de coña!; ¡antes muerto que sencillo!
Uno, que vivió desde los nueve años en la ciudad, no veía el momento de volver al pueblo, cosa que pude hacer muchísimos años después; y no, los años vividos allí no fueron años perdidos, pero con el tiempo de das cuenta de lo que de verdad te interesa hacer en la vida. En mi caso, y en el varios amigos muy queridos, estaba claro que era volver al gachi, aún a riesgo de tener que aguantar las tonterías de algún aviador despistado o sabiondo. A lo mejor, esa gente tendría que dejar de proponer cosas y hacerlas. Tanto “había que”, en el fondo, encierra la negación de un fracaso estructural: haber tenido que hacer las maletas y marcharse. Como decía Paco Martínez Soria en aquella mítica películas de los años setenta del pasado siglo «la ciudad no es para mi».
El otro día, un matrimonio que hizo casa en Vegas, me comentó que no veían la hora de quedarse aquí definitivamente. Yo los animé efusivamente a que lo hiciesen lo más rápido posible, mañana mejor que pasado. Y les di, creo, la mejor razón para hacerlo: hay que asilvestrarse. Se vive mucho mejor que siendo un urbanita. Salud y anarquía.