Cinco de la mañana. Ha cerrado el bar de turno y toca irse en dirección a una casa que parece repentinamente lejana. Cinco de la mañana y la lobreguez de la noche te mece por entre las calles, siempre con los ojos bien abiertos. Tu amiga tiene una estrategia contra el terror incipiente: finge hablar a través de su móvil con alguna persona que suena fuerte, robusta, implacable desde sus simples palabras. Te lo cuenta y te ríes. La risa se extiende en tu trayecto hacia delante, destino fijo. La carcajada se interrumpe precipitadamente cuando llega el instante de separarse. Cada una marcha airosa por su lado y aparece un clásico. Te das la vuelta, tu amiga también. «Avisa al llegar», demandáis al unísono.
Es un acto del todo reflejo. La orden sale catapultada de una boca sin frenos. Supera al consciente y, sin olvidar la profunda conciencia, hace del subconsciente su habitación. Se queda ahí residiendo. No se olvida nunca. Es una suerte de «mala suerte»; un síntoma del mundo enfermo por el que paseamos en busca de refugios que nos plazcan de seguridad.
Y la violencia nos persigue allá por donde vamos. La tenemos en cualquiera de los puntos geográficos donde dejamos reposar el dedo en ese juego de niños que hace girar el globo terráqueo de la mesilla de noche. Pero esta vive en el edificio. La escuchamos tras la puerta de los vecinos y en los bares, encarnada en una pareja que nunca para de discutir. Está hasta en cualquier recóndito rincón y palpitando con la estridencia de un huracán.
De pronto entiendes la solicitud desesperada de tu madre: «No llegues tarde». Comprendes a tu abuela cuando, rostro henchido de alarma, te dice que no le «hace gracia» que viajes sola a Cuenca; «que hay mucho loco suelto, nena». Y tú le respondes: «Locos no son todos, abu… Muchos son gente normal o futbolistas u hombres de matrimonio feliz y con hijas».
– Pero mira la cantidad de cosas que pasan ahora–, te rebate inocente.
– Igual que antes, pero ahora sale a la luz. Ahora se denuncia–, refutas tú y parece un consuelo; quizás el único que haya.
La conversación se torna eterna. La violencia se enquista y no deja de supurar. Está latente; acechante. Se cobija con sigilo a la vuelta de la esquina. Con o sin debate sobre las distintas formas de llamarla, ahí está; a tu lado, susurrándote en el oído con tono pecaminoso.
Así que cuando salga hoy de trabajar, después de tomar unas cervezas con mis amigas, llegará el momento de embarcarnos en nuestras respectivas rutas. Y, entonces, como cada día, la quietud nocturna se verá enturbiada por unas voces que, al meditarlas, suenan espeluznantes: «No te olvides de avisar al llegar».