Me veo más como una niña que espera su turno para saltar a la comba. Como otra de las integrantes de uno de esos corros sobre los que versa la poesía de Claudio Rodríguez; añorando siempre la trinidad que son «inocencia, libertad, destino» en ‘Lo que no se marchita’. En la infancia, en general.
Me veo más como la niña que le para a su madre los pies –las manos– cuando, a todo flash, se dispone a capturar una imagen de ‘El Cascanueces’ en plena función. Me veo como alguno de los personajes de la obra, correteando sobre las tablas y disfrutando de ese último juguete que alguien me regaló por Navidad. Como esa niña, que cuestiona si ahora sus tíos son ricos porque –sabe– «les ha tocado la lotería». Y no como esa madre, que ríe envalentonada, casi arrogante, en su negativa.
¿Por qué se ríe? ¡Les ha tocado la lotería!
Veo a esa cría como un reflejo casi exacto, no tan lejana en el tiempo. La veo como si me mirara en un espejo igual que veo a los adultos como una compleja entelequia. Una cosa irreal que se erige idílica, llenando el molde de alguno de los habitantes del mundo platónico de las ideas platónicas. Habitantes adultos que no son más que eso: ideas, moldes, cosas irreales que, en el plano real, no difieren demasiado de los niños.
Y no es obtusa la visión. Atiendo cada día a la desidia de esta u otra comitiva de trajeados que discuten con esa o aquella otra. Deslumbran los destellos en miradas perversas de envidia entre los miembros de una misma comparsa. La lengua se hace corrosiva en la boca de quienes reclaman más interés en una u otra de las tareas que ellos mismos desempeñan.
Los veo como los niños que se tiran del pelo, como los que muerden al compañero de guardería al ir saliéndole los dientes, como los que se tiran la arena del parque a los ojos en una manifiesta discordancia. Los veo como a las criaturas que lloran reclamando una pizca de atención. Los veo como niños y ellos parecen verse como adultos grandes y grandilocuentes.
Y «en la pata de esa mesa» que fue la infancia –escribió el poeta– «queda la ilusión, hoy recuerdo». Y, «en ese armario, el resplandor del miedo, cuando, al abrirlo, nunca se sabe si hay avispas o si hay miel».
Yo sólo espero no marchitarme como la madre, la comitiva o la comparsa. Yo «sólo pido que pueda, cuando pasen los años, volver a entrar con el latido de ahora en este cuerpo duradero y puro». Entrar en esa «casa abierta siempre». Entrar de nuevo al corro. Y saltar a la comba. Como Claudio Rodríguez.