Será porque nos cortaron la noche y se llevaron un trozo. Será porque ‘Ayer’ es una palabra demasiado corta y cuatro letras no dan para designar tantas cosas. Será porque los cambios horarios afectan más de lo que los especialistas dicen o quizá sea que lo analizo demasiado todo, pero hoy siento el ayer más lejano que nunca. Incomoda la idea de que, aprovechando nuestro sueño, alguien pueda rasgar la oscuridad, arrancar una hora, empalmar una orilla con otra y que amanezca sin rastro alguno del daño, ni cicatriz que delate esa costura en el tiempo.
Qué relativo lo del tiempo y sus medidas. Lo del ayer refiriéndose a lo casi eterno y a lo ocurrido la semana pasada. Un ayer tan remoto marcando el hoy, porque fue el imperio romano quien impuso que hoy se celebrase la Pascua y para ello debían de cumplirse una serie de requisitos relacionados con el tiempo. Hoy debía ser domingo y antes tuvo que llegar la primavera y una luna llena pasar la noche con nosotros. Sólo al primer domingo de primavera, después del plenilunio, podríamos llamar Pascua. Día de esperanza, de cambiar el manto negro por el blanco y soltar las palomas para que alcen el vuelo en busca de una paz que nunca estuvo tan lejos. Un año más, hoy rematamos esa historia con sabor a pan ázimo y vinagre que ni con todos los ornamentos y músicas del mundo conseguiré considerar festivo, en la que un hombre sentenciado se arrastra por los caminos hasta ser crucificado, con la multitud jaleando su muerte.
Por eso hoy, domingo de Pascua, he despertado igual que me dormí: releyendo un `Ayer´ mucho más sereno y cercano que la historia sagrada. Saboreando un poema del libro Enumeración en el que Carmen Busmayor recuerda la elegancia serena de los castaños visitados por la lluvia, los charcos pisados con regocijo y a su madre, hincada, fregando suelos, fregando el universo, avanzando en la escasez… Dicho así, como ella lo hace, de esa forma tan humilde, tan sencilla y humana con que ha ido contándonos una vida de carbón y letras en todos sus libros.
Y hay otro ayer aún más cercano. Ayer sábado, cuando la que fuera casa familiar de la poeta, ahora donada al pueblo, se convirtió en Biblioteca de la Poesía para que todos los versos puedan dormir donde la niña Carmen soñó sus sueños y donde ha dejado sus propios poemas viviendo en casa, ejerciendo de anfitriones de toda la poesía del mundo. Ayer, en su querida tierra, un reconocimiento para ella, una muestra de cariño que no abarca lo que merece porque sería imposible, una figura y una placa que ya van camino de ser tan eternos como su bosque, donde ha conseguido llevarnos a todos, convirtiendo el Hayedo de Busmayor en un ágora de poesía.
Ahora dudo si lo ocurrido anoche fue por dormirme sobre su poemario o fue el dichoso cambio de hora con el que pretenden justificar un ahorro energético que ya todos sabemos falso. Lo cierto es que hubo magia. En los dos segundos necesarios para girar un manillar, una puerta se abrió a las dos y se cerró a las tres y cuentan que un niño en pleno nacimiento, asomó la cabecita a las dos y a pesar de ser un parto de apenas diez minutos, sus pies aparecieron a las tres y diez. Los ascensores, siguiendo su ritmo habitual, arrancaron a las dos y apenas avanzaron un piso en una hora. Todo lo que estaba a medio hacer, quedó en el otro lado del medio hacer. Hubo paraguas que para abrirse, sus varillas se desplegaron de dos a tres. Hubo un trago de agua de una hora y un beso planeado a las dos y cuarto quedó sin darse. Todo esto ocurrió anoche y no tardando, ocurrirá lo mismo pero invertido. Nos borrarán los besos de una hora. El niño nacerá en un tiempo que no ha existido, el ascensor se perderá en el vacío y hasta se secará la lluvia que llovió en el tiempo indebido. Anoche nos han extirpado una hora y nunca sabremos si era buena o maligna. Lo único positivo en esta ocasión es que fue una hora menos de guerra, esa que Carmen presintió en su poema ‘Río’ que empieza con un río teñido de rojo brotando de su memoria, cuando la noche y el día eran un tigre. Y se va amansando mientras escribe, dejando «atrás el azúcar y el carbón y las manos pan de las madres. Atrás el último instante del último beso. Como nunca florece la desolación. Como nunca».
Gracias Carmen. Gracias a la poeta del agua y el carbón corriendo por sus poemas como regatos bercianos. La de los charcos y las manos pan de las madres. La que sin salir del poema que ha inspirado esta columna, se define «huérfana de mí misma, mientras aguardo el deshielo y… una danza de mariposas impacientes me habita por dentro». Gracias por tu empeño en que arrimase letras y me asomase a esta ventana que, precisamente esta semana cumple cinco años. Y gracias al director del periódico por concederte tu deseo. Sólo puedo celebrar este lustro acurrucada en el poema, devorando como una niña tus propias palabras, evocando «el pan con chocolate o azúcar aceitado en las alegres esquinas de la tarde. Una niña paladeando asombros. En vuelo».