Todos deberíamos ser ecologistas, pero debe ser duro para quienes ejercen ese noble activismo comprobar como una y otra vez claman en un desierto de incomprensión y la realidad les da la razón, al fin, en forma de calamidades de distinta intensidad. Resulta también difícil de entender, salvo por el abismo de intereses y códigos, cómo los habitantes del medio llamado natural, no se alían con ellos de forma definitiva, siendo como son destino inicial y lógico de muchas de sus preocupaciones. Los diálogos no son sencillos si las partes ensordecen.
Supongo que, además, existe una ley no escrita que sitúa el activismo allí donde es más necesario, motivo por el que el ecologismo nació en lugares contaminados terriblemente como las cuencas industrializadas europeas. Desde entonces, hace más de medio siglo, cada protesta y cada advertencia han desembocado en tristes confirmaciones, con víctimas a veces mortales, o en sentencias judiciales favorables al ecologismo que o llegaban tarde o eran esquivadas con triquiñuelas legales en muchos casos. El perjuicio que hemos infligido a la naturaleza y especialmente las mutaciones inducidas al clima por la actividad humana suponen el asunto más importante de cuantos deberían ocuparnos, tan crucial como que nuestro fracaso puede resultar el fracaso de la especie en su conjunto. El planeta no está en peligro, somos nosotros quienes lo estamos. Hemos emponzoñado nuestra única casa y seguimos haciéndolo de tal forma que si llegásemos a solucionar el problema climático aún quedarían otros no menos acuciantes por abordar. Esa tarea imperiosa acaba de ser subrayada por la Dana de Valencia con terribles trazos, pues a la destrucción y muerte provocadas por diluvios y riadas se unen ahora graves problemas de contaminación y reciclado. El proceso por el que solemos desperdiciar tanto como producimos se ha acelerado y concentrado en unos pocos días: nuestra basura nos devora y la Dana de Valencia ha proyectado el futuro a cámara rápida ante nuestros ojos.
Sin embargo el mundo se entrega a despachar cómodamente esta situación negándola. En la COP se habla básicamente de dinero, de compensaciones económicas. Y en los países más contaminantes figuras como Trump proponen como «alternativa» ridiculizar las certezas científicas y la recuperación de prácticas abandonadas por su impagable coste medioambiental. En España crece el apoyo a un partido que niega estos hechos contrastados. En esta región hemos tenido gobernantes que se ríen de un «fanatismo climático» que les etiqueta perfectamente como lo que son. Es muy posible que tales individuos obtengan rédito político de la tragedia levantina.
Quizás algún juez de esos que montan una imputación durante el café de media mañana tenga un rato para investigar a quienes han cometido gravísima negligencia con efectos criminales y preste atención a los políticos negacionistas cuyo discurso se ha convertido en un peligroso delito contra la seguridad de todos nosotros.