A primeros de año hay sobre la mesa balances de todo tipo. Los hay de «dedicación» médica, de enfermedad, de actividad empresarial... Los hay de muertes en carretera, de visitas a centros que han invertido millones en hacerse todo un reclamo para turistas. Hay tantos balances que, por momentos, el mundo adquiere ese tono real del desequilibrio que nos somete tanto. Que nos mece a todos en un vaivén ciertamente cómodo como si se tratara de un columpio.
Debería haber, quizá también, una especie de balance moral. Unas cuentas que reflejen justicieras las meteduras de pata de los humanos y esos otros hálitos de esperanza al final de un túnel negro de incomprensión por cortesía de los mismos. El desdén inhumano en la mala bienvenida –en la ‘malvenida’– de unos cuantos extranjeros a los que vemos con tanta otredad que nos hacemos otros, al estilo Dr. Jekyll y Mr. Hyde, frente a la bondad afulgurante y sorprendente de la humanidad compasiva en una catástrofe natural que se hace más catastrófica si cabe por cuestiones de los de siempre; de esos que habitúan a mirarnos sin saber del todo a quién mirar ni a quiénes están mirando.
Necesitamos un balance moral que registre la falta de respeto rebosante –más que cualquier champán espumoso de estos días festivos– de todos los dichosos humanos que pedimos la ronda cuando están a punto de cerrar, mesas ya recogidas y todo, con los rostros de los desdichados camareros entumecidos de frustración. Necesitamos un balance moral que ponga cifra a la cantidad de personas que entran a una tiendina de esas «de las de toda la vida» para, en el último minuto, adquirir por dieciocho euros –la mitad de lo que cuesta ir a ver el ‘El Cascanueces’– una agenda que te recuerda, una vez más, que «la vida está muy cara». Que está caro hasta el intentar organizarse.
Pero no hay muchos de esos a la vista. De balances morales, digo. Esos, supongo, se quedarán en la base de datos que tenemos por cerebro y saldrán a relucir algún día, más adelante, en ese futuro tan lejano y cierto –que no es ni una cosa ni la otra–, a modo de remordimientos.
Pero mientras tanto, nada. Sin cuestionarnos. Mirada al frente. Aquí tranquilos. Disfrutando de una vida que no pesa y que no sé a quién se le ocurrió regalárnosla.