Por mucho que adore el mar, no es mi intención hoy escribir sobre playas, aunque el título de esta columna así parezca indicarlo. Lo cierto es que como metáfora no estaría mal que existieran en nuestra vida banderas amarillas para avisarnos de todo peligro que pudiera acecharnos, pero no tendría gracia. Ese «banderómetro» imaginario sería eficaz, pero atrofiaría nuestros sentidos e inteligencia. ¿No tenemos el suficiente criterio para ver venir a alguien que nos quiera hacer daño? ¿Para interpretar lo implícito en un enunciado según su tono y de quién provenga?
Como todos sabemos, la IA empieza a incrustarse en nuestra sociedad demoliendo patrones con la fuerza de una apisonadora. Gracias a este invento muchos chavales pueden hacer sus deberes con el móvil sacando una instantánea, habrá novelas y poemas que se escriban solos, trabajos que antes hacían humanos ahora dependerán de un chip y algoritmos, diagnósticos, trámites, enseñanzas, procedimientos de todo tipo. ¿Con qué objetivo? ¿Empujarnos a una vida de ocio sin fin?
El colmo de los colmos lo he vivido esta semana. Hablando con dos jóvenes me contaban que ahora, cuando conocen a alguien que podría ser candidato a convertirse en amigo, pareja o en todo caso, la otra cara de una relación, antes consultan con chat GPT si sus personalidades serían compatibles. Le cuentan su vida a la máquina y ella va decidiendo. Si al robot en cuestión hay cosas que no le gustan, le adjudicará al candidato y a la relación «red flags», banderas rojas que obligarán al consultando a alejarse. Si a la máquina le cae bien, mostrará «green flags», banderas verdes, adelante, esa persona es para ti, no te hará sufrir.
Me dijeron: «¿Qué te parece, Marta?». Yo me quedé de piedra y respondí: «Una boludez estratosférica. ¿De verdad necesitas esas banderitas para saber si alguien te gusta y/o conviene?». ¿Vamos a robarle al amor la pizca de magia que necesita?