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Un Belém no, precisamente, de navidad

29/12/2024
 Actualizado a 29/12/2024
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Uno de los mayores disgustos de nuestro P. Isla, además de ser desterrado a Italia y el pavor sufrido en Villagarcía de Campos (Valladolid) –a consecuencia del terremoto de Lisboa el uno de noviembre de 175, que afectó en mayor o menor grado a toda la península– fue por lo ocurrido en Portugal el 13 de enero de 1759. En esa fecha se ejecutó cruelmente en la playa de Belém a gran parte de la alta aristocracia portuguesa (los Aveiro y los Távora en especial), acusada de estar envuelta en la conspiración que fraguó un atentado fallido contra el rey José I. Sus cuerpos fueron luego quemados y arrojados al Tajo. El hecho, ordenado por el entonces valido de Portugal Sabastião José de Carvalho y Melo, Marqués de Pombal, sobrecogió profundamente a toda Europa. 

La ejecución de Belém fue comentada y diseñada por un testigo ocular. Ese testimonio lo recogió e hizo público más tarde la pluma romántica de Camilo Castelo Branco, cuyo texto traduzco, no sé si por primera vez al español.

«La marquesa [de Távora] se apeó del carruaje dispensando la ayuda de los dos religiosos que la acompañaban. Arrodillada en el primer peldaño de la escalera bajo el cadalso, se confesó por espacio de cincuenta minutos. Entretanto, se martilleaba arriba en el patíbulo. Ajustábanse las aspas de las cruces en forma de tijera. Se aseguraban los postes con clavos al estrado. Ensayábanse los mecanismos de los garrotes. 
 

Recibida la absolución, doña Leonor de Távora subió al cadalso acompañada de los religiosos, con su natural actitud arrogante, altiva, sin quitar ojo al espectáculo de los tormentos. Vestía de raso oscuro. Una cinta le recogía los mechones grisáceos del pelo con diamantes en las orejas. La capa, de blanco rozagante, le cubría el cuerpo. Así había sido arrestada un mes antes. No le habían consentido que mudara de camisa ni retirado el pañuelo que le rodeaba el cuello. Tres verdugos la recibieron en lo alto de la escalera, haciéndola girar sobre sí misma para que fuese bien vista y reconocida. Luego le presentaron uno por uno los instrumentos del tormento, explicándole minuciosamente cómo habrían de matarle al marido, hijos y yerno. Mostráronle las cruces a las que serían atados, el mazo que les hundiría las costillas del arco del pecho y las mazas que les habrían de quebrar piernas y brazos. Le explicaron también cómo operaba el garrote, el modo de avanzar y recular la cuerda en el estrangulamiento. Entonces la marquesa sucumbió, lloró muy ansiada y pidió que la matasen en seguida. El verdugo le quitó la capa, e invitó a que se sentase en una banqueta de pino colocada en el centro del cadalso, sobre la capa, que dobló despacio, horrorosamente despacio. La marquesa se sentó. Pero como tenía las manos atadas y no podía arreglar el pliegue de la falda que le había caído mal, entonces se irguió. Y con un suave movimiento de pie recompuso el vestido. El verdugo le vendó los ojos. Y al tratar con la mano de retirarle el pañuelo que le cubría el cuello: «No, por favor, no me descompongas» –le dijo–, e inclinó la cabeza que le fue separada del cuerpo de un solo tajo. Así murió la todavía bella y gentil marquesa, que ni siquiera en el instante final renunció a sus preceptos galantes». 

Había cumplido 58 años. Su bella estampa puede contemplarse actualmente en el Museo ‘Castro Guimarães’, en Cascais.

 

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