12/12/2024
 Actualizado a 12/12/2024
Guardar

Los madrileños siempre han presumido de sus bocadillos de calamares y hacen bien, porque la verdad es que están cojonudos. Pero en toda España se pueden comer bocatas de calamar tan buenos o mejores que los de la Villa y Corte desde tiempo inmemorial. Sin ir más lejos, en León también existen.

Cuando las hamburguesas sólo existían en las películas yanquis, la gente de aquí, sobre todos los jóvenes, mataban el hambre a base de los susodichos bocadillos del cefalópodo y de algunos más que luego enumeraré. 

Los bares que mejor los hacían, cuando uno era joven y también después, eran el San Román, en el Barrio de Santa Marina (ahora conocido como «el Romántico»), al lado del parque de Rubén Darío, que era como se llamaba cuando lo hicieron, y el New York, en la calle Ramón y Cajal, al lado de las escalerillas y del quiosco de Eutiquio Bajo Lerones, dónde aprendimos a fumar muchos alumnos de los Maristas. Cuando mi abuelo Vicente venía a verme al internado, siempre caían unos cuantos duros extras que eran gastados convenientemente, sobre todo en el San Román, en un bocadillo de los mentados y en una Fanta para acompañarlo. Sabían a gloria, no os puedo explicar más porque no soy capaz de hacerlo con palabras.

Pero no eran los únicos sitios dónde te podías meter pal cuerpo bocadillos espectaculares y baratos: en el bar Alpina, en el Ejido, uno de tortilla de patata que temblaba el misterio; a él Alejandro, en la calle de la Rúa, con sus famosísimos bocadillos de conservas (de sardinas, de mejillones, de anchoas con un poco de queso fresco, de atún con pimientos), acudíamos tanto la fauna local como la importada, en forma de reclutas de El Ferral, una marea, un tsunami, un vendaval de uniformes verdes; los Candiles, en la calle Independencia, que estaba construido en un cubo de la muralla y que era, creo recordar, el último que cerraba y que se salía con el de carne mechada; el Imperial, en Fernández Ladreda, otro bar de madrugadas alcohólicas dónde cualquier cosa que te daban te reconfortaba y te hacía reconciliarte con el mundo; el Maragato, al principio de la carretera de Caboalles, con ínfulas de céntrico y una oferta abrumadora; y, en el mero centro, El Bambú y el Alaska, con sus incomparables ‘pepitos’ de ternera... No sólo los jóvenes acudíamos a estos antros de bendición; muchos, muchísimos, de los que venían a León desde los pueblos eran acérrimos de estas delicias, sobre todos los que andaban más tiesos y no se podían permitir comer, sentados en una mesa, en el Fornos, el Besugo, La Gitana, Casa Lorenzo, el Tropezón o el Angelillo y a los que no se les pasaba por la cabeza jalar en el Aperitivo, en el Rancho, en el Rocha o el Novelty...; esa gente se conformaba con comer un bocata como Dios manda, con un copazo de vino, en los bares antes mencionados. Todo lo empezó a joder una sala de juegos: al dueño del México se le ocurrió empezar a vender ‘perritos calientes’ (una abominación que consiste en una salchicha metida en un pan que no es pan y regada con kétchup y con mostaza), y, a partir de ahí, de ese mísero momento, todo se jodió: empezaron a aparecer las dichosas hamburguesas y todo se fue al garete: desaparecieron, o casi, los bocadillos como siempre los habíamos conocido, lo que es, sin duda alguna, una desgracia, porque se perdió la esencia de lo que siempre fuimos: un pueblo con mal vino y con un apetito pantagruélico...

No os he hablado de los embutidos típicos de nuestra tierra (chorizo, jamón o cecina), porque, habitualmente, se pedían por raciones, aunque algún bar, pocos, lo daban en bocadillos. Y se cortaban, siempre, en tacos: la mariconada de servirlos ‘estilo andaluz’, es de antes de ayer. Seguiré, si os parece bien, contándoos más cosas en otra ocasión.

Salud y anarquía. 

Lo más leído