Cuenta la historia del protocolo de dioses que Seshat estaba sentada a los pies del árbol cósmico, en la parte más profunda, al sur del cielo, donde se unían el cielo inferior y superior. Era la ‘Señora de los libros’, diosa de la Escritura y protectora de las bibliotecas, en la mitología egipcia. No se sabe si sigue en activo, pero de estarlo, no anduvo muy eficiente estos días. Hasta se le podría acusar de abandono de funciones, viendo la lluvia madrileña convertirse en catarata y embalsarse en el interior de la Biblioteca Nacional de España, sita en el Madrid más español. Será la extraña ubicación de la diosa, repito: allí donde se unen el cielo inferior y superior, lo que ha hecho posible ver la misma estampa en el Paseo de Recoletos y en un lugar tan humilde como la Biblioteca de la Casa de Cultura de Pinilla, o en el parvulario del Colegio Antonio Valbuena, donde los pequeñines llevan tiempo hacinados en un aula, con peligro de acabar en la calle, como los personajes de `La casa tomada´, porque las goteras avanzan, adueñándose cada día de nuevos techos y paredes. Y ni en la Biblioteca Nacional de España, ni en la Casa de Cultura de Pinilla, ni en el parvulario de Antonio Valbuena, es la primera vez que ocurre. El agua es reincidente, se ha aficionado a la lectura y regresa periódicamente, de la mano de la borrasca, hasta nuestro humilde barrio. En esta ocasión, coincidiendo con la semana en que celebramos el Día de las Bibliotecas. Por no meternos en acusaciones siendo fiesta de guardar, no voy a pensar que sea cosa de políticos, de negligencia y pocas inversiones en educación, de abandono de centros escolares públicos, de desprecio o menosprecio a la cultura en general…
Si hoy tuviese que contarle un cuento a un niño, lo haría en el interior de una biblioteca, para ubicar los hechos, y contaría la historia de cómo empezaron a guardarse los cuentos. Y los recuerdos. Y los sueños. Y la historia con sus luces y sombras. De lo difícil que ha sido reunir y conservar todo eso, porque los relatos son de palabras y las palabras son de aire, pero de alguna forma han llegado ahí, a los estantes que nos rodean. En ellos se cuenta cómo se las fue ingeniando el hombre para grabar, almacenar y conservarlo todo. Para que hoy sepamos de Seshat, de Babilonia o Napoleón, de las carabelas cruzando mares o la llegada del hombre a la luna. Así, vendríamos recorriendo siglos, desde que los saberes eran grabados en tabletas de arcilla, cocidos o secados al sol y guardados en las habitaciones centrales de los palacios. Y hablaríamos de papiros, tablillas de madera y pergaminos. Y cómo no, de la eterna lucha entre los que quisieron destruir libros dejándonos sin pasado, y los que custodiaban las ‘casas de la vida’, que así llamaban los egipcios a las bibliotecas, situándolas en templos y palacios.
Como ejemplo de la mayor pérdida, imposible no mencionar la Biblioteca de Alejandría, ese mítico lugar cuya destrucción quedó en leyenda porque nadie consiguió aclarar su final, acabando con la literatura de varias civilizaciones de la antigüedad. Esquivando el fuego de Alejandría, nos quedamos con sus hombres sabios leyendo en voz alta y comentando sus lecturas. Palabras cruzando siglos, desde las escalinatas de sus Ágoras hasta el nuestro, de San Marcos. Hemos venido de las tabletas de arcilla a las tablets digitales con teclado, omitiendo los pizarrones de nuestro pasado más reciente, cuadernos con cuadrícula y goma de borrar, que aún no era de nata. De la belleza de la caligrafía y la tinta hablaremos otro día. Las bibliotecas ya no se construyen en el interior de palacios o al lado de templos, ni son cosa de patricios ni capricho de ricos romanos. Los libros de papel están a punto de pasar a ser especie protegida. Y deben mantenerse porque en ellos está el Sur y el Norte, esas coordenadas que hemos perdido los humanos. Guardan todos los ríos y las sequías y está el bosque que no conocemos de nada, al otro extremo del mundo. Los mares y desiertos comparten página. Casiopea anda cerca del cura de Prioro, aquel que iba en caballo a decir misa. El papel es campo de batalla en el que se libran guerras de armas y amores. La niña negra de Rafael Amor está expuesta a la puerta de casa, ya camino del cielo, donde ángeles negros jugarán con ella. Cuando muere una biblioteca por guerra, abandono, desatención o ‘goteras’, mueren todos ellos, los habitantes del libro. Y también nosotros, perdiendo nuestra historia y pasado, la cultura de los pueblos, la receta de la abuela, los secretos del campo, el remedio para una dolencia y la nana que dormía a niños y viejos. Se notará que he buscado en la sección de quereres y allí mismo di con un libro de Galeano, del que dicen que es inclasificable en las bibliotecas, porque viola las fronteras que dividen los géneros literarios. Ahora sé por qué me gusta tanto. Esta vez, me apropio del título de su relato, en el que sus personajes, como los libros, son tiempo que habla. «Son bocas del tiempo».