17/12/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Puestos a imitar los usos y costumbres menos nobles del imperio, le llega el turno ahora al bautizo de las borrascas. No fue suficiente con replicar las festividades pueriles o las campañas comerciales; tampoco lo ha sido reproducir el estridente ornato navideño o las grasientas hamburguesas y las alitas de pollo. No, del mismo modo que allí acostumbran a proceder con sus poderosos huracanes, lo haremos aquí con nuestras modestas borrascas, dicen que porque así será más efectiva la comunicación y la población estará más atenta a las recomendaciones de seguridad. No digo yo que no, aunque mi recuerdo de Katrina, en 2011, o de Mitch, en 1998, va ligado sobre todo a los efectos devastadores que se produjeron sobre geografías sentimentalmente próximas como Nueva Orleans o Centroamérica. De nada sirvió su bautismo para evitarlos, pues todos sabemos que otros son los medios que podrían combatirlos y luego remediarlos.En fin, desde mi desconocimiento de esas técnicas comunicativas, en el fondo no deja de ser una vuelta de tuerca más sobre el sentido espectacular que concedemos a todo tipo de informaciones. Más todavía si son televisadas y colocamos a la periodista de turno (mejor si es mujer) al borde de un acantilado, aguantando vientos y aguaceros de forma estoica para contarnos las terribles peripecias vividas en la localidad a causa de uno de esos temporales de toda la vida, al que ahora le hemos puesto un nombre por si alguien quiere acordarse de su familia. Pobre Ana, colocada para esta ocasión en el ojo de esa fiera horrorosa llamada ciclogénesis, como si fuese merecedora de semejante oprobio. Pobre Bruno, que será el siguiente. Pobres todos, al cabo, pues aquí, como decía Blas de Otero, no se salva ni dios. Mientras tanto, los espectadores nos sentaremos ante las pantallas para contemplar el fenómeno como quien asiste a una gala vulgar de cantantes, a una aburrida campaña electoral o a una nueva confusión con la cuna del parlamentarismo. Otros tipos de borrascas.
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