El belén o conjunto de figurillas de (alguna) época alrededor de una maqueta más o menos de (¿la misma?) época es empeño principal de estas señaladísimas fechas. Existen varios tipos, a saber: A: sintético, con bebé, madre, padre (putativo), estrella y algo de broza; variantes con o sin fauna. B: familiar de bien, aparatoso y con muchedumbre de muñequitos en noble material cuya adquisición se remonta a Adán y Eva, antecesores del clan. C: el mismo pero con deserciones suplidas con imaginación y un punto de cachondeo (jirafa en lugar de dromedario, etc.). D: el mismo pero no sé dónde demonios habéis puesto la puñetera caja que este año no hay belén, hostia, ya. E: El artesanal, compuesto para la ocasión con papel de plata y recurso a las casas Playmobil y MADELMAN (Manuel Delgado Manufacturas) y a reyes del roscón de cuatro años anteriores -¿Quién dijo que eran tres reyes?- F: ad libitum.
En todo belén hay un actor imprescindible que no está en el belén pero él (o ella) cree que sí y aunque no figura en las Escrituras él (o ella) cree que sí. Nos referimos a ‘El guardián junto al belén’, que no es una novela de Salinger pero podría ser de Stephen King. Se trata del custodio de tradición, autenticidad y, sobre todo, integridad del belén doméstico, entre cancerbero y rabino que decide dónde y cómo situar cada figura, milimétricamente, sin explicación (salvo para sí mismo) ni aval, ortodoxo o apócrifo. Tal tutela no cesa una vez consumado el montaje, pues reprimirá con celo implacable cualquier anatema o herejía, léase variación en disposición de figuritas y adminículos, reconviniendo a oriente y occidente. Ay de la presencia candorosa y caótica de niños, adolescentes o cuñados, ay si se atrevieran, en un descuido, a desplazar alguna pieza, ¡ay de las desapariciones! La auténtica bronca navideña se desplegaría cual Júpiter tonante desbaratando la existencia monótona de los mortales.
Respecto al árbol, infinidad de películas americanas nos proponen una tradición navideña que consiste en talar a hachazo o talonario limpio el dichoso abeto y acarrearlo en coche, bici, caretillo o tanque Abrams hasta el domicilio familiar, obteniendo un triunfo que propiciará la felicidad de los siguientes días y noches. No es así, por fortuna, en nuestro civilizado país. Aquí los arbolitos son de plástico, se sacan de cajas de cartón y no hace falta hacer el tonto por la calle.
Mientras el belén es actividad individual, al menos en autoría y cuidados (ver ‘El guardián junto al belén’), el árbol es tarea colectiva y especializada, casi soviética. Sin conexión con la actividad profesional de cada interviniente, al montarlo se reconoce al de las luces, el de las bolas rojas y el de las blancas (stop chistes), el del espumillón, etc. con una naturalidad neolítica que ya quisieran para sí empresas y administración pública. Juntos construyen una obra cuestionable pero orgullo de los participantes, un modesto koljós del espíritu navideño.