No basta con que quemen libros en Utah o prohíban conciertos por la paz en Castilla y León, ahora también se reprocha a un cartel de la Semana Santa sevillana que use la imagen frontal de Cristo desnudo, cubierto su sexo, bendiciendo con serenidad de dios pagano a la manera en que lleva haciéndolo durante siglos, desde que el arte occidental adoptó formas clásicas para representarlo. No solo retrocedemos a paso firme hacia la estulticia y el medievo (o, mejor, a la estulticia del medievo), sino que además renegamos de la historia pretendiendo raíces y olvidamos la tradición reclamando tradición.
De poco ha servido traer a colación ejemplos de desnudos artísticos y poses similares, tan ‘atrevidos’ o más, desde los kouroi griegos hasta nuestros días, de poco sirve invocar al Buonarroti, El Greco o Velázquez, de poco ampararse en una tradición iconográfica riquísima donde este ejemplo no destaca, solo es uno más de una larga lista y ni siquiera audaz, sino una mera actualización de códigos para un sencillo cartel anunciador, con una correcta elección cromática y de rasgos, oportuno y elegante.
De poco han servido las ajustadas explicaciones del autor, Salustiano García, afirmando que no pretendía ser revolucionario ni molesto, al contrario, solo ha buscado «ser amable». También acertadamente él ha atribuido las críticas a la ignorancia o a la suciedad que anida en la mente de algunos. Ilustran ambas algunos fundamentalistas del gremio, como esos ‘abogados cruzados’, de cristiandad erizada, que estudian «tomar medidas» ante el cachondeo del personal tuitero.
Se me ocurre, sin embargo, que quizás no se critica el cartel (solo) por la desnudez, la sensualidad o un supuesto sesgo homosexual que no deberían ofender a nadie; quizás, sencillamente, se cuestiona porque ha saltado sobre esa norma no escrita que, año tras año, hace de los carteles y la imaginería de Semana Santa reducto de un gusto rancio y ramplón, atiborrado de incensarios, bordados, sanguinolencias y agonías varias y profusos tonos negro y morado. Tal vez lo que se reprocha al icono sevillano sea su reconocimiento implícito de que existen otros caminos para decir lo mismo y hay más puntos de vista que pueden mostrarlo, más lecturas del mismo relato y hay más imágenes y son más fértiles, acreditadas, más dignas, menos sectarias y tenebrosas, enraízan en una tradición más universal, amparan a más personas y pueden dar lugar a más opciones a plena luz. Tal vez lo que se quiere evitar es la pérdida de un monopolio, el que a menudo hace de esa celebración cosa tan aparatosa, cargante e irrespirable. Es solo un ejemplo, pero síntoma de lo que intenta reprimir en otros ámbitos ese mismo reduccionismo cutre y retrógrado que nos regala estos tiempos de zozobra, oscurantismo y sinsentidos.