Anda el personal muy cabreado porque sus oponentes, rivales o adversarios no hacen más que difundir bulos y trolas respecto a ellos. Da igual que uno sea de derechas, de izquierdas o medio-pensionista…, se siente, muy en el fondo de su corazón, agraviado o agredido, ¡vaya uno a saber!, por las opiniones que vierten sus enemigos sobre el buen hacer y entender de sus líderes políticos. Uno, la verdad, es que está muy aburrido de escuchar estos argumentos en todos los medios que lee, oye o ve; y llega a la conclusión que todo, todo, todo lo que se dice no es más que un embuste de dimensiones planetarias. Un consejo para toda esta gente que tiene la piel muy fina y muy poco aguante: si te metes en política, te jodes y soportas, cual Job moderno, estos inconvenientes que vienen incluidos en el sueldo, ¡porque solo faltaba que con lo que cobran hubiera que tratarlos como a muñecas de porcelana! La crítica libre es uno de los fundamentos de cualquier sociedad moderna y, si no la soportas, cambia de oficio. Rasgarse la vestiduras está muy bien de cara a la galería y tienes todo el derecho a hacerlo; pero si para conseguir acallar a las voces discrepantes de tu opinión sacas de la manga leyes restrictivas a este derecho, te están convirtiendo en un Hitler o en un Stalin cualquiera y ya sabemos todos como acabaron los que discrepaban con esta gentuza: muertos o en campos de concentración.
La vida es demasiado corta y demasiado bonita para andar amargado todo el santo día, culpando al mundo, al demonio o a la carne de todas nuestras desdichas. Los ‘lloramingas’, las plañideras, los que se sienten agraviados por cualquier cosa (un gallo de canta a las seis de la mañana, las boñigas de las vacas en la calle de cualquier pueblo, los que preparan la mundial porque unos renacuajos tocan el timbre de tu casa a las doce de la noche), dan mucha lástima, por lo menos a un servidor… Esa gente debería, cree uno, hacerse anacoreta, meterse en una cueva en el Valle del Silencio, pongo por caso, y rezar a Dios para que envíe un cataclismo que acabe con todo el resto del género humano, tan molesto, tan tocahuevos, tan insufrible… Y como Dios tiene otras cosas mucho más importantes que hacer y no nos exterminará, lo normal es que cogiesen un cilicio de los gordos y se diesen en el lomo hasta hacerse sangre y la palmasen como una mosca cojonera pillada por un matamoscas gigante.
Ser un trolas, un mentiroso compulsivo, es un arte, como pintar o juntar letras. Metérsela doblada a un infeliz (uno mismo, por ejemplo palmario), requiere muchas horas de ensayo, muchos intentos antes de lograr el objetivo. En mi pueblo, sin ir más lejos, uno conoció a verdaderos profesionales de este noble arte. Alguno (no me hagáis decir sus nombres), era tan bueno en lo suyo que hasta se creía las trolas que soltaba, que, visto el caso, debe ser el ‘summun’ en esta cuestión. «Ayer estuve en el puerto de las Señales y había nevado tanto que no pasaba ni la máquina quitanieves». Y lo decía tan serio que tenías otra que creértelo…, sino llega a ser porque Fulanito llega al bar, justo en ese momento, y va y suelta que acaba de llegar de Burón, siguiendo, ¡claro!, la carretera de Las Señales y que no había para tanto. Aún así, pillado «in fraganti», el verdadero profesional no se inmuta, no cambia el rictus de su jeta, y empieza a soltar una retahíla de argumentos que suenan tan bien que, al final, le dices a Fulanito que no joda, que no sea embustero y que reconozca que vino por Cistierna y no por Las Señales porque no podía pasar ni la máquina quitanieves.
Hilario, que en paz descanse, fue sin duda el adalid de esta suerte de mentecatos, pero sus trolas no hacían daño a nadie. Una vez, a la puerta de su casa, presumía que había segado a guadaña siete heminas de alfalfa en una mañana. Ante la incredulidad del auditorio que lo escuchaba, llama a su mujer, Mencia no Mencía, y le exhorto a que lo confirmase. Ella, que era una buena esposa, no sólo lo corroboró, sino que hizo una acotación impagable: «y eso que tenías cólico».
Lo mismo ocurre con la ‘troupe’ de juntaletras apesebrados que dicen «si bwana» a todas las sandeces y trolas que cualquiera de su cuerda suelta por esa boca…; aunque, estos por desgracia, si hacen daño a sabiendas, lo que es imperdonable, ya que el resultado de su aquiesciencia si que influye en los pobres mortales, nosotros, que creemos a pies puntillas todas las tonterías que a la postre influyen en nuestras vidas, o, para ser exactos, en nuestro bolsillo. Ya lo decía Tura el de mi pueblo: «Llámame hijo de puta, cabrón y todos los insultos que quieras, pero no me eches mano a la bolsa, que es sagrada». Pues eso. Salud y anarquía.