Hace unos meses estaba tomando algo en un bar de una icónica plaza alicantina y mientras anhelaba la costumbre maragata de que te pongan una tapa con lo que sea sin tener que pedirla, una arisca camarera, expresó su tedio existencial prodigando una apología del derecho a la pereza de Paul Lafargue desplegando sus encantos maleducados e impertinentes hacia mí. Antes de levantarme e irme, reparé en un hombre que llegaba en la mesa aledaña. La mujer hizo gala de una admirable unidad de vida y obsequió con los mismos desprecios impersonales a aquel anciano. Todo cambió cuando vio al Yorkshire que le escoltaba y el asocial temperamento se recubrió con una capa de ternura, se agachó a acariciarle y se preocupó de darle a toda prisa un refrigerio; los perros sí que tienen derecho a tapa.
Una de mis mayores inquietudes filosóficas y antropológicas es la de los humanos que tratan mejor a seres de cuatro patas que a los de su misma especie. Tengo un familiar, que encuentra esa pequeña epifanía de bondad que tiene todo corazón cuando se recrea con libros especializados en perros. Anestesian su instinto antisocial al proyectar esas carencias que les producen la repulsión a socializar con seres humanos.
Me ha hecho pensar en todo esto la denuncia de PACMA ante el Seprona por presuntas agresiones a burros en una carrera de Boñar. Entiendo las reclamaciones, soy partidario de que todas las fiestas deberían evolucionar hacia un respeto pulcro a todo ser vivo. Sin embargo, de la misma forma que el evangelio alega el bien que harían los hijos de la luz si pusieran el mismo empeño en hacer el bien que el que ponen los hijos de la oscuridad en hacer el mal, algunos podrían revolucionar el mundo si pusieran la misma intensidad en tener una visión humanista que en defender a los animales; me acuerdo ahora de los animalistas que han cometido atentados en nombre del mundo salvaje mientras a los humanos que nos zurzan y hagan un abrigo con nuestra piel.