06/06/2024
 Actualizado a 06/06/2024
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No me imagino a Pessoa pasando las horas en su mesa de A Brasileira removiendo café ‘bico’ mientras le sorben al lado espaguetis boloñesa. Sin embargo este emblemático café lisboeta ahora sirve hasta paella. Me cuesta ver en el Café Gijón a Umbral, Cela y Fernán Gómez debatiendo vehementes mientras dan cuenta de un plato de ensaladilla en vez de un café con carajillo. También hay menú en ese pequeño santuario madrileño donde decían que era más difícil encontrar sillón que en la Real Academia de la Lengua. Cómo van a aguantar la embestida otros si estos cafés que son personajes literarios y patrimonio cultural han sucumbido. 

El café se extingue. Ese local tranquilo, tenue y elegante donde camareros con pajarita dibujan espigas al servir la leche. Ese vals melancólico de tazas donde las confidencias quedan impregnadas en la madera. Refugio para reflexionar en soledad o conversar entre amigos donde el tiempo es tan flexible como el interés de la compañía. Pero ya nadie reflexiona ni conversa y el tiempo solo es pasado y futuro. El café agoniza desde el día que renunciamos al presente. Las prisas han matado los cafés que están mudando en franquicias multiusos y decorados gourmet intercambiables que sirven igual para disfrutar un chocolate con churros que para empapuzarse una ración de calamares. Les siguen llamando cafés pero desde mediodía huelen a croquetas. La hostelería ha renunciado a su identidad y en esa renuncia se pierden rituales sociales que moldearon nuestra historia. Ya no hay cafeterías, restaurantes, tabernas o coctelerías si no que todos quieren serlo todo y, por supervivencia o avaricia, al final no saben a nada. 

En las capitales engullidas por el pincho y la tapa sobreviven tantos cafés como quioscos. Hagan la cuenta. Cuando acabe el verano, el mítico Lion d’Or de la Plaza Mayor de Valladolid, de dorados espejos y grandes lámparas, ha anunciado que dejará de oler a café y tertulia para servir picoteo tanto en mesa como en barra.

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