Las ciudades se reconocen también por sus calles, por algunas de sus calles al menos, a pesar de la contaminación de franquicias y otros clones comerciales y hosteleros que tienden a igualarlas. También comparten, por lo general, un mobiliario urbano poco diferenciador en su estilo. Sin embargo, se distinguen, por ejemplo, gracias a sus callejeros, donde se suelen encontrar referencias locales, o no tanto, que esta vez sí que las personaliza de algún modo. En el caso de la ciudad de León esa personalidad es más que mejorable.
No lo digo solo porque su mapa de nombres continúe incumpliendo la Ley de Memoria Democrática del año 2022 (y la de 2007, que ya llovió), lo cual empieza a ser una aberración, sino por la tendencia a vestir sus calles con un sesgo más que tendencioso. Basta con observar las decisiones adoptadas en esta materia recientemente: una calle para la policía nacional, un rincón para un ecónomo de la iglesia católica y un tramo al norte de la fachada de San Marcelo para la Hermandad Sacramental de Santa Marta y de la Sagrada Cena.
En el primero de los casos, no discutimos los méritos de la policía, o tal vez sí, porque todo depende, pero llueve sobre mojado si recordamos que también le hemos entregado otra vía a la guardia civil, otra al ejército del aire y así sucesivamente. Puestos a reconocer a los empleados públicos, ¿por qué no una calle para los profesionales de la enseñanza, para quienes limpian nuestras basuras o para quienes nos cuidan? ¿no se lo merecen tanto o más que los uniformados o se trata de facticismo? Y en cuanto a lo católico, apostólico y romano, obvian los comentarios.
En suma, el callejero describe a la perfección el rostro inmaterial de nuestras ciudades, lo que no se ve pero se vive, y, además, constituye en muchos casos toda una declaración política. Por lo que hace a la ciudad de León parece evidente que ese rostro es más que arcaico y que esa política no es desde luego socialista, como se tilda a sí mismo su equipo de gobierno.