Fuimos a cambiar cromos al Rastro. Es en la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, que siempre me ha fascinado ese nombre, no sé si es que Madrid terminaba ahí y todo lo que se construyó después era un mundo por descubrir. En esa plaza se arman corrillos de cromos los domingos. Ahora estamos en la fiebre de la colección de la Liga, del fútbol patrio. Voy con Pequeño Zar y su amigo. Pequeño Zar dice, mamá, tú proteges el álbum, que en el Rastro roban. Sobre las baldosas se despliega todo un ecosistema: en torno a los raquíticos arbolines, se colocan los que venden cartas, los profesionales. En los corrillos, padres e hijos que simplemente cambian. Pequeño Zar dice: mamá, no entiendo esa obsesión por vender, eso debería estar prohibido. ¡Cómo le vas a pagar a alguien por cambiar un cromo! Eso pienso yo, pero veo adultos –no niños– que se acercan a preguntar por alguna carta concreta y pagan por ella. Una familia se nos acerca, madre, padre y dos hijos. Sacamos el fajo de cromos repes, se los pasamos, ellos nos pasan su taco a su vez. Sacamos el librito de la ‘check-list’, comprobamos que las cartas que nos ofrecen no las tenemos. Hacemos intercambio. Los padres dicen, una vez se llevaron el taco de cartas repes y tuvimos que perseguirlos por toda la plaza. Pequeño Zar y su amigo se dan codazos, miran a su alrededor llenos de sospecha y emoción. ¿Estarán los ladrones por aquí?
Me intriga este negocio de los cromos. Leo que para completar la colección de La Liga hay que invertir al menos seiscientos euros. Recuerdo que cuando yo era pequeña también coleccionaba. Pero nunca fui capaz de terminar nada. Había niños que iban con el taco de cromos repetidos a todas partes y los pasaban a toda velocidad como si fueran avezados jugadores de póker barajando cartas. Se sabían de memoria los cromos que tenían y los que les faltaban. Nunca entendí esa obsesión. Yo ahorraba mis propinas para comprarme o bien patatas fritas o bien libros. O zampaba o leía. Las primeras veces, me hacía gracia desgarrar el paquete de un sobre de cromos, luego perdía interés. Me pasaba con cualquier objeto susceptible de ser coleccionado. Debe de faltarme algún gen, el gen de la coleccionista. Lo único que colecciono son libros. Y ya con eso, tengo la casa a reventar.
Sin embargo, ahora mismo, en este mundo rodeado de pantallas, que a los niños les haga ilusión un cromo me parece un milagro. Hasta lo aplaudo. Que tengan ganas de abrir el sobre, tocar su contenido, leerlo, ordenar los cromos en el álbum… en vez de darle ‘likes’ a un vídeo de Tiktok. Solo por eso, los seiscientos euros que cuesta completar la colección hasta me parecen baratos… A lo mejor, si empiezan coleccionando pedazos de papel, que son los cromos, acabarán coleccionando libros. ¿O eso es mucho desear?