Hace unos años mi hijo me preguntó por qué, si los muertos iban al cielo no caían de vuelta a la tierra. Esa entre otras preguntas que planteaba, a cada cual más surrealista, me hizo ver que las cosas no son tanto lo que percibimos con los sentidos, o lo que nos cuentan que son, sino lo que nosotros creemos que son, el significado que les damos. El asunto es que los niños que aún son ajenos a condicionamientos, hacen asociaciones más libres y por lo tanto más auténticas. Otra anécdota en esa línea se dio en el supermercado cuando tras coger varios botes que representaban en el exterior una foto de lo que contenían, tomates, lentejas, caramelos, cogí un bote de papilla infantil que tenía en la portada la cara de un niño. La expresión de horror de mi hijo lo dijo todo. No, no nos comemos a los niños, este es un caso diferente, es un niño feliz porque come lo que hay ahí dentro. Si nos dicen que, por ejemplo, un licor es extremadamente valioso, y nos dan a probar un sorbo del preciado líquido al mismo tiempo que nos ofrecen un trago de otro menos reputado, la mayoría sentirá más placer con el primero, aunque se hayan llenado con el mismo contenido. El área del cerebro encargada del placer se activará cuando nuestra creencia sea que estamos saboreando lo mejor. Finalmente, el placer y el dolor, con todas sus variantes, son los sentimientos primarios. Y por ello la fuente más fiable de manipulación.
Si bien en el mundo del marketing los consumidores ya tienen conocimiento y experiencia suficiente como para rechazar maniobras burdas de coacción o seducción que tratan de obtener beneficios de ellos, no veo que en el campo político suceda lo mismo. Observo que se usa el miedo y el dolor como gatillo para obtener votos y la seducción y las prebendas con el mismo fin. El miedo y la amenaza, son armas muy poderosas. Lo que puede pasar, lo que algo significa porque yo le impongo ese significado.
Pero los jóvenes de hoy, esos a los que ya les están advirtiendo sobre el retorno de la mili mientras en China presentan perros droides asesinos, esos, no quieren la guerra, ni un mundo destrozado por el cambio climático. Han aprendido a desconfiar de las apariencias. Muchos tendrían una percepción auténtica y limpia si no fuese porque cargan con la herencia más o menos envenenada de sus ancestros. Historias repetidas machaconamente en cada hogar, para que el odio perdure, para que el otro siga siendo el otro, el enemigo. Llevan una carga que no les corresponde.
Pero afortunadamente, muchos tienen otro lenguaje. Si se indaga en sus redes, en los videojuegos, en su dialéctica de calle y en general en su actitud, salvo casos marginales, es posible descubrir cómo se tratan entre ellos con bromas políticamente incorrectas a las que no dan importancia, con solidaridad e igualdad independientemente de raza o sexo. Están al margen del horror desatado por un grupo de megalómanos sesenta años mayores que ellos y sólo reaccionan cuando sienten, de forma genuina, que lo que ven es intolerable.
Muchos creen que esas generaciones, Z y Alpha, son menos inteligentes, que no leen, que no se enteran de lo que pasa. Esto es un error. Saben y se enteran. Se les debería de dar voz. Entonces veríamos a muchos muertos caer del cielo y a muchos vivos ingresando en el status de muertos vivientes. Es lo que necesitamos, que se aparten los señores de la guerra y que entreguen de una vez la antorcha a los legítimos herederos de la tierra.