Este próximo viernes es Black Friday. Por si alguien aún no se ha enterado, a pesar de que se lleva avisando varias semanas de forma insistente con carteles en las tiendas, anuncios en radio y televisión o publicidad en internet.
El bombardeo de ofertas ya ha comenzado, los descuentos estarán vigentes toda la semana y las ventas se dispararán. Este movimiento es muy positivo para la economía, por supuesto. Aunque quienes resultan más beneficiados son los de siempre, los gigantes. No suele quedar mucho margen para las pequeñas empresas o tiendas de barrio.
Otro aspecto poco favorable es esa incitación indiscriminada al consumo, o consumismo en algunos casos.
Si tenemos en cuenta que en un mes nos veremos inmersos en plena celebración de las fiestas navideñas, se encadena una campaña comercial con la siguiente. No hay respiro.
Lo cierto es que hay una tendencia creciente a adelantar los preparativos para Navidad. Porque nos empujan a ello. Nos avisan de la posibilidad de que los productos o servicios requeridos escaseen si esperamos para adquirirlos a que se acerquen los festivos. O que los precios, ya abusivos, pueden elevarse hasta límites inasumibles. Por eso nos aconsejan comprar cuanto antes la comida, los regalos, los billetes de transporte…
Una exagerada previsión que nos conduce a vivir de forma precipitada, más si cabe. Además, se dice de las navidades que son unas fechas especiales. Aunque sobre esto habrá opiniones para todos los gustos. Si nos zambullimos en su ambiente dos meses antes de que lleguen, o más, acaban perdiendo lo que las hace especiales. Cada año resuena más tiempo un mantra que la publicidad amplifica y repite hasta la saciedad; comprar, consumir, gastar. Como consecuencia, en esta temporada unos pocos afortunados llenan sus arcas a costa de que el resto de los mortales nos apretemos el cinturón. Hemos asumido que las cosas funcionan así, lo aceptamos como normal, pero quizá deberíamos plantearnos hasta qué punto es correcto.