Hoy decimos adiós a un año que muchos quieren olvidar, pero que espero recordemos hasta el final de nuestros días. Hoy finaliza 2020, en el que el destino o la casualidad nos han recordado la debilidad de nuestra sociedad cuando pensábamos que éramos invencibles. Hoy al escuchar las doce campanadas, algunos se acordarán de los deseos de optimismo que compartieron hace 366 días y quizás prefieran en esta ocasión, morderse la lengua para evitar volver a equivocarse. Hoy la tradición nos obliga a reunirnos en torno a una mesa para celebrar el cambio de dígito en el calendario, pero en realidad muy poco hay que festejar.
Durante los últimos diez meses hemos sido protagonistas y víctimas de un vía crucis inesperado, pero no por ello inmerecido. Nos hemos rasgado las vestiduras cuando tirando de la hemeroteca, descubrimos que muchos científicos e investigadores advirtieron que esto podía pasar. Pero la soberbia, unida a la ignorancia de los que tienen que tomar las decisiones, nos hicieron pasar por alto dichas alertas. Es cierto que son muchos los posibles riesgos que existen a nuestro alrededor y que es imposible adelantarse a todos ellos, pero lo que sí es criticable son los errores que se han cometido cuando el problema era ya una realidad. Y me van a perdonar, pero el reconocer que uno ha hecho las cosas lo mejor que ha podido, sí es un ejemplo de honestidad, pero no de profesionalidad ni de eficacia. Se entiende que todos, cada uno desde su puesto y responsabilidad, intentamos tomar las decisiones que consideramos las mejores en cada momento, pero esto no garantiza que dichas medidas sean las adecuadas ni las acertadas. Esto es lo que precisamente diferencia a la gente voluntariosa de las personas brillantes. Y lo que está claro es que en situaciones como la provocada por la COVID-19 lo que necesitábamos a nivel local, autonómico, nacional, europeo y mundial era gente brillante.
Hoy deberíamos tachar el último día del calendario de 2020 con un rotulador grueso rojo, que nos recuerde la sangre que ha dejado de correr por las venas de decenas de miles de personas en nuestro país y en el mundo entero. Hoy deberíamos hacer examen de conciencia y así reconocer nuestros aciertos y errores a nivel personal y profesional de este último año. Y de esta manera, cuando suenen las campanadas, que irremediablemente lo harán a ritmo de réquiem, podremos afrontar 2021 pensando que somos afortunados por seguir todavía aquí y con cierto halo de optimismo, envasado en unas pequeñas jeringuillas que parecen contener una vida extra. No todos han tenido la posibilidad de disfrutar de este comodín. Es más, durante las próximas semanas y meses seguiremos enterrando a gente a la que las vacunas no les llegarán a tiempo. Es triste, pero real como la vida misma.
Mañana daremos la bienvenida a 2021 que, a priori, todos queremos bautizar como el año en el que acabe la pesadilla que estamos sufriendo despiertos. Pero si algo hemos debido aprender de la COVID-19 es que no debemos caer en el error fácil del optimismo desmesurado, porque luego vienen las bofetadas de realidad con un irrespirable aroma a muerte. Mañana comenzaremos un nuevo año, momento simbólico en el que debemos dar el primer paso de un camino compuesto por 365 días y noches y en el que si bien la incertidumbre seguirá siendo nuestra compañera de viaje, tenemos la oportunidad de reencontrarnos con nosotros mismos y aprovechar la lección que nos está dando esta pandemia para ser mejores personas. Y créanme, para conseguir este objetivo no hace falta un ejército de científicos e investigadores. La solución a este problema la tenemos en nuestro interior. Así de sencillo y complicado a la vez.
Campanadas a ritmo de réquiem
31/12/2020
Actualizado a
31/12/2020
Comentarios
Guardar
Lo más leído