1947, seis jóvenes zamoranos deciden recorrer el salvaje Duero en piragua hasta su desembocadura en Oporto. Las piraguas son de madera y lona, inestables y pesadas. Tardan dieciséis días. Hay tramos que recorren descalzos, piragua al hombro. Pasan sed, pasan hambre, pasan aventuras y penurias sin cuento. Pero llegan sanos y salvos, con la piel curtida. En las fotos se les ve rodeados de una multitud, muy morenos, muy delgados. La prensa nacional, la portuguesa y hasta el NO-DO recogen la hazaña. Un poco de emoción en la desolada posguerra.
«Ese era otro Duero, antes de las presas, lleno de rápidos, una corriente endiablada –dice Antonio–. La historia de los piragüistas me dejó marca y como conozco la zona, soy consciente de lo duro que debió de ser». Antonio es nuestro guía en una ruta en kayak por las Arribes del Duero. Más de 70 años después de aquella hazaña, aquí estamos en esas mismas aguas. Aunque simplemente hayamos venido a dar un paseo, aunque el río esté embalsado y la corriente sea mansa.
Pero las Arribes siguen siendo las mismas: farallones verticales de piedra granítica de hasta doscientos metros de altura. Rocas de formas caprichosas, salpicadas de vegetación mediterránea. Restos de castros pre-romanos. Un paisaje telúrico, primordial. Sobre nuestras cabezas, vuela en círculos un alimoche. Canta una oropéndola. Y canta el silencio. Solo entrar en el cañón, ese silencio. Ese silencio de ruido humano. Ese silencio de no-coches, no-máquinas, no-móviles. Ese silencio es casi una presencia.
«Aquí he visto nutrias, corzos nadando, jabalíes, y las aves más características del parque, cazando, pescando, comiendo, las más pequeñas son complicadas de descubrir, martín pescador, roquero solitario…». Antonio tiene una pequeña explotación al borde del agua (Zamora Natural), cabañas de madera y cañizo, todo respetuoso con el medio ambiente, basura que se recicla, compost. Antonio desciende de zamoranos, lleva el Duero en la sangre. Nos guía a golpe de remo bajo el elegante puente de hierro de Requejo. Inaugurado en 1914, fue en su época el de mayor altura de España. Unos kilómetros más allá, empieza Portugal. Nos detenernos en una roca plana. Descendemos de los kayaks. Encontramos un excremento fresco, quizá de nutria. ¡Ahí va! Salta un barbo fuera del agua. Nos tiramos al río, nadamos en el Duero. Me emociona nadar en el Duero. Padre Duero. El padre con la cuenca más grande de la península. El padre al que bautizaron los celtas –Dubro, Dur– y los romanos –Durius–. El padre al que rezaron los poetas. Padre Duero que habitas estas tierras nuestras, quédate como estás. Con esa belleza intacta de las Arribes. «Es un paraíso un poco desconocido que dejaría de serlo si se convierte en muy conocido, demasiado accesible o mal gestionado», nos previene Antonio. Y yo pienso, no sé si escribir esta columna, no sé si pregonar a los cuatro vientos esa belleza escondida, ese silencio secreto.