El proyecto sanchista en el que lleva inmerso el partido socialista desde incluso antes de llegar Sánchez a la secretaría general del PSOE, cada vez da más muestras de agotamiento, acorralado por los continuos escándalos judiciales.
En el proceso que transcurre en la mayoría de las caídas abruptas de políticos, siempre se repiten las mismas fases. Una primera fase de indiferencia ante noticias y escándalos en la que la persona implicada parece pensar que, si ignora las noticias, todo pasará como una tormenta de verano. Otra fase de negación en la que el penitente niega todo lo que se diga de él, aun sospechando que puedan existir pruebas. Una penúltima fase de defensa desesperada en la que, como gato panza arriba, se intenta aguantar como sea. Esta fase es la más lamentable. Todo el mundo sabe que es ‘perdiz muerta’, pero nadie de su entorno se lo dice, y el político en cuestión percibe cada vez más ese olor a cadáver político, sin percatarse de que es él el que lo produce. La última fase es la de abandono, en la que todo el mundo que le mostraba su apoyo desaparece, y ese político, ahora anacoreta, entrega ‘la cuchara’ y tiene que dimitir.
Bien es cierto que, con Sánchez, nada se puede dar por supuesto y, si alguien puede salirse del guion establecido, ese es él. Pero qué quieren que les diga, la pinta que tiene todo alrededor del Gobierno, es la de la penúltima fase que les comento, tal como pasó con los últimos meses de Felipe González.
En esa penúltima fase, el político suele protagonizar lo que ya los griegos llamaban el «canto del cisne» y que hoy en día se sigue empleando en foros médicos, para hablar de la extraña mejoría o lucidez terminal de las personas justo antes de morir.
El Congreso Federal socialista del pasado fin de semana en Sevilla, tenía toda la pinta de ese ‘canto del cisne’ del sanchismo en el que, no sólo se demostró un grosero culto al líder, sino también un apoyo sobreactuado a su propia mujer. Un apoyo hipócrita e interesado que se tornará en apuñalamiento con una sorprendente rapidez, por los que hasta hacía escasas horas eran leales. Leales al cargo, no a la persona.
Los líderes de los partidos políticos de cualquier ámbito geográfico deberían entender que la lealtad de sus compañeros no es necesaria escenificarla en congresos artificiales o comidas navideñas impostadas. La lealtad real y verdadera es la que se consigue sin tener que demostrarla, la que se obtiene porque la gente ve en ti un ejemplo en tus actos y comportamiento, porque consigues que la gente trabaje con ilusión por lo que representas y transmites, por tu capacidad de crear y motivar equipos…
El resto, por mucha gente que te aplauda, es todo mentira, una lealtad ficticia de gente a la que le mueve el miedo o el interés, gente que sabe que el que huele a muerto eres tú y no te lo dice, gente que te dice una cosa a la cara y luego la contraria a la espalda, gente que empuñarán las palas para echar las primeras paladas de tierra en tu sepultura política.