El mundo es una matrioska, una sucesión de orbes cada uno de ellos más pequeños que los otros que en el imaginario sentimental están dotados de una significativa singularidad. Sin embargo, en cuanto uno echa un vistazo a lugares remotos, te das cuenta de que lo que te preocupa no viene a ser más que una réplica de los problemas que hacen tambalearse a otras atmósferas. Estoy leyendo Fuego y cenizas (Taurus) de Michael Ignatieff y me ha sorprendido comprobar que la descompensación territorial acuciante en España es calcada a la que el intelectual percibe en Canadá. No he podido evitar acordarme de nuestra tierra, León, al leer la dicotomía espacial fundamentada en «aquellos lugares en los que podías ganarte la vida en el mismo sitio en el que naciste o aquellos sitios de los que te tenías que marchar si querías tener oportunidades de una vida mejor». Pensaba en el éxodo creyente de aquellos jóvenes que se tienen que ir de la tierrina para prosperar, de esos reflejos verídicos de El camino que narró Delibes y que el tiempo ha convertido a las provincias alejadas de la capitalidad inventada de Valladolid en los pueblos de los que huyen todos los que tienen aspiraciones.
El éxito y el fracaso de un político se determina por el conocimiento que este tenga de su territorio. El metropolitanismo de las grandes urbes desconecta de la realidad a los dirigentes. Carlos Martínez, alcalde de Soria y secretario general del PSOE en Castilla y León me recuerda a Carlos Mazón, presidente de la Generalitat Valenciana. Cuando el ahora denostado jefe del ejecutivo valenciano se presentó en sociedad como candidato en el 2023, lo hizo haciendo gala de su alicantinismo en contraposición al turia-centrismo que adolece la Comunidad Valenciana. Quizá, el nuevo líder de los socialistas, como soriano, tenga más sensibilidad con la periferia alejada de Pucela; el tiempo dirá si no estamos ante un ejemplo más de un títere partitocrático con los ojos puestos en Madrid más que en su patria chica.