Dicen que la fortaleza del amor se demuestra con el tiempo. Sin embargo, es profundamente injusto que la robustez de un sentimiento dependa de algo que escapa del control de los propios amantes. El tiempo es huidizo, burlón y hasta cruel. Pero sobre todo el tiempo jamás nos pertenece, es infiel y puede abandonarnos en cualquier momento.
Estos días el Hospital Gregorio Marañón ha celebrado la boda exprés de uno de sus pacientes. De nombre Carlos le sobra amor y le falta tiempo. Su enlace con Pilar estaba planeado para el nueve de septiembre pero desde su habitación en Cuidados Paliativos decidieron adelantarlo y celebrarlo allí, en el jardín del hospital, porque ese día resulta inalcanzable. El centro se volcó en esta boda singular que, en vez de abandonarse a la tristeza de la partida, colmó de felicidad a la pareja. Es inusual que la boda sea para el amor una despedida pero evidencia que el alimento de dos enamorados es la ilusión y no el tiempo. La ilusión sí que es nuestra y es eterna.
Lo contaba César González Ruano en el exquisito relato de aquella pareja que construyó su casa en lo alto del pueblo con una gran terraza porque la ilusión del hombre era ver en todo momento el mar. La mujer jamás rechistó por empeñarse y pasar estrecheces. Años después él se quedó ciego. Antes de que edificaran frente a su magnífica terraza. Seguían saliendo a ver el mar (oculto) y ella prevenía a las visitas que él no sabía que delante suyo solo señalaba hormigón. Ruano fue un día a tomar café y mientras ella se ausentaba él le confesó que conocía la verdad. «Ella no me quitó ninguna ilusión en más de cincuenta años. Ahora que estoy ciego he podido ver que ha sido siempre feliz, como soy yo ahora con la única y verdadera felicidad: conservar en un ser amado la ilusión de que creo que uno tiene ilusiones». Igual que Carlos y Pilar.
Prometieron amarse y respetarse solo en la adversidad y solo en la enfermedad. Aunque la muerte ya hubiera decidido separarlos.