15/08/2024
 Actualizado a 15/08/2024
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El día que le escribí una carta de amor mi mujer me regaló un libro con las grandes cartas de amor de la historia. No fue casualidad, ni causa y efecto. Ella me había repetido las ganas de guardar una misiva manuscrita. Y no me pareció mala idea. Las cartas de amor son una cápsula del tiempo, una joya compartida que dejar en herencia. Aquel regalo no era más que un toque de atención por si desatendía su petición pero resultó una lectura jugosa por la intimidad de personajes afamados. Lo preciado de la correspondencia de amor es que es un diálogo privado, quizá por eso libros como este convierten al lector en voyeaur de habitaciones cerradas y en escuchador de susurros al oído. Leer párrafos que no fueron escritos para ser públicos genera un fetichismo furtivo adictivo. En esta colección epistolar hombres y mujeres extraordinarios se vuelven tan vulgares como usted o como yo cuando deciden abrir su pecho.

Hay cartas de mandatarios que demuestran lo naif del mundo nublado de amor incluso para Napoleón o Enrique VIII (su pasión por Ana Bolena terminó creando la iglesia anglicana). Es adorable como en el cortejo de Pierre Curie a Marie pesasen igual los sentimientos que las ansias por lograr juntos descubrimientos científicos. Engancha la inconsistencia de un adulador Lord Byron perdido entre conquistas. Nunca sabremos el nombre de la «amada inmortal» a la que Beethoven además de correspondencia dedicó obras maestras. Ni quien fue la enfermera de Saint-Exupéry para esta dolorosa despedida: «El rosal dirá: ¿qué importancia tenía yo para ti? Me chupo el dedo que sangra un poco y respondo: ninguna, rosal, ninguna. Nada tiene importancia en la vida. (Ni siquiera la vida). Adiós rosal». El amor son rosas, espinas y recovecos. «Amadme siempre y hacedme sufrir aún más», escribió clandestina la religiosa Mariana Alcoforado al marqués de Chamilly. Recuerde que las cartas de amor nunca deben contarlo todo. Por si caen en otras manos o el futuro las publica. 

 

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