¿Quién escribe hoy cartas al director? El sistema es mucho más fácil hoy, vía telemática, sin necesidad de sellos de correos ni largas esperas. Tal vez por eso da mucha más pereza, aunque siempre existe la posibilidad de que se haga viral un correo electrónico inspirador, profundo (y seguramente falso) de algún ciudadano más o menos anónimo. Alguna historia de una niña tocando el violín en una habitación dickensiana durante la Navidad. O una protesta por las injusticias del mundo que anima al resto a ser mejores personas durante el siguiente minuto y medio.
La Ma las escribía. Y muchas. A todos los periódicos. De niño encontré un recorte, remitido cuando yo apenas caminaba, en el que contaba una historia de su padre, del abuelo Pepe, cuando unos guardias civiles se presentaron en la casa familiar con afán requisador. Según contaba la Ma, la pareja de agentes se dedicó a dar culatazos en paredes y suelos, en busca de alguna oquedad que delatase un escondrijo de algo. El abuelo les dijo que no se preocupasen ni se afanasen en la pesquisa, que allí sólo ocultaba su honradez.
Luego, a medida que se fue haciendo mayor, decidió poner por escrito más cosas. Como ejemplar donante de sangre de la provincia, mi madre hacía un amable proselitismo del altruismo sanguíneo, destacando las ventajas para la sociedad del pinchazo y, sobre todo, de la inocuidad del pinchazo. Recuerdo especialmente una cuando le dieron la medalla de oro de la hermandad leonesa tras no sé cuántas donaciones y relató por escrito su peripecia. ¿A cuántas personas inocularía la mujer el mismo espíritu?
Había otra modalidad de carta, que era la respuesta. Leía algo en el periódico o en una revista que no le gustaba. Recuerdo un reportaje de un importante escritor de aquí sobre el pueblo en el que ella nació. Yo ya vivía en Madrid y me enteré de que le había respondido con algunas correcciones, amables pero con un deje de protesta, mientras yo leía con curiosidad morbosa la sección de cartas al director. Me llamó la atención el arrojo y la independencia de la mujer que me trajo al mundo, que prácticamente no consultó a nadie ni esperó ninguna aprobación para dejar constancia de su indignación. Estoy seguro de que había algún anhelo de vanidad en el hecho de ver su nombre impreso en las mismas páginas que ella leía, pero por encima de todo estaba la satisfacción de poner en palabras lo que pensaba y que éstas fueran entendidas por quien las leyese. Que es un poco lo que hacemos todos los que seguimos escribiendo en estas páginas.