Este periódico ofrece desde hoy el título que encabeza este texto, permítanme unas palabras sobre él. Todo libro de historia trata del presente. Y así hace también la literatura (si hay algo de ella en este) convirtiendo cada época en nuevo escenario para argumentos de siempre. Estos son los temas de este libro, díganme si les suenan:
Un soldado lejos de su país, cual ‘misión humanitaria’ de la Otan; un terrateniente recibe a otro a quien debe favores y, posiblemente, dinero; un grupo, tal vez una familia, huido de guerras e invasiones, en busca de un hogar; una esposa expatriada porque su marido desea respeto a su fe y un trabajo mejor remunerado; un peregrino con la altanería del viajero por gusto a quien espera una casa a su regreso; un operario que tuvo que dejarla para ganarse la vida; la noble apartada del mundo por no atenerse a sus reglas (injustas, ¿hace falta decirlo?); el reformador que cree en un futuro mejor; la campesina que ha de ganarlo para su familia abandonando su tierra; yo mismo, y, de nuevo, tropa que llega desde un futuro dudoso.
Ocurre que el soldado es un legionario romano, el propietario posee una villa a las afueras de Legio, los que huyen escapan de huestes musulmanas, la mujer añora un lugar que no existe, el peregrino es uno de aquellos francos que creyeron enterrado un apóstol en Compostela, el cantero levantó San Marcos, la monja lo fue a su pesar, el político era un liberal de verdad, la madre de familia pudo ser la nuestra y los demás… los demás quién sabe. Todos fueron villanos, y a todos ellos el aire de la ciudad les hizo un poco más libres.
Todos ellos, distintos y semejantes, tienen algo en común: la ciudad. Todos ellos la formaron a su imagen y semejanza en un acto creativo involuntario e inconsciente, con la premeditación que construye nuestra propia vida. Son anónimos porque anónimas son las gentes que han levantado -y derribado- esta ciudad, salvo poquísimas excepciones que, a buen seguro, son más figuradas que aquellas. No tienen nombre, pero sabemos quiénes son: nuestros vecinos y nosotros. Algunos de ellos se quedaron, a la fuerza o deseándolo, para hacer de esta su ciudad (sé lo que digo) y otros pasaron rápido o la habitaron poco, pero no cabe desdeñarlos porque las ciudades se yerguen desde dentro y desde fuera.
Y de fondo, León. Un León con vías cuadriculadas donde resuenan tachuelas de metal y otro con callejas angostas y retorcidas para pies descalzos; lleno del bullicio de las edificaciones y las gentes de paso o vaciado por la pobreza; confiado en la novedad o retraído, extraviado en supuestas peculiaridades... ¿Cómo estar seguros de referirnos a la misma ciudad? ¿Ha sido nuestra ciudad aquellas? Dicen que ni nosotros mismos somos nosotros transcurrido un cierto tiempo, que un intervalo suficiente muda células y pensamientos. Solo nos identifica como la misma persona el frágil hilo de invenciones que llamamos biografía y un desportillado parecido con el que fuimos. Así, quizás, esta ciudad, cualquier ciudad.